miércoles, 29 de junio de 2011

No me gusta el fútbol


Por Julio Meza Díaz
 
Lo confieso: no me gusta el fútbol; ni verlo ni jugarlo. ¿Por qué no me gusta verlo? Porque, simple y llanamente, no me gusta, como a otros no les gusta leer una novela, correr una maratón o volar una cometa.

Algunos me soltarán la versión trastocada del argumento del Chavo del Ocho: “es que no le tienes paciencia…”. Ante semejante frase, quiero dejar constancia que, a causa del fútbol, perpetré el siguiente ejercicio antinatural: quise que me gustara algo que no me gustaba. En un colegio de hombres, el hecho de que no siguieras el campeonato interno y varios del extranjero era motivo de sospecha de homosexualidad (y, por ende, razón fundada para que te cayera la violencia de la divinidad machista). De modo que, apenas ingresé al San Agustín, gasté varios meses de mi infancia viendo fútbol los domingos e incluso me sometí a la tarea de revisar puntualmente la sección de deportes que venía (y supongo que viene aún) con El Comercio. Nunca tuve días más aburridos. Sin embargo, saqué una conclusión de ellos: si de un tema tonto no sabes, di tonterías y parecerás erudito en la materia. Desde tercero de primaria hasta el día de hoy, converso sobre fútbol como el más informado. A los taxistas les invento épicos partidos de peruanos versus españoles en el siglo XVIII y de peruanos versus chilenos en el siglo XIX; a mis familiares les hablo sobre los campeonatos en Nigeria, Nepal o Sri Lanka; a los apasionados les tiro de la lengua y dejo que hablen y hablen y hablen, mientras añado, de rato en rato, “estoy de acuerdo” o “no me parece lo adecuado” o “¿qué piensas al respecto?” (admito que esta última técnica la he copiado de los psicólogos clínicos). En fin… He pasado desapercibido hasta ahora. Pero ya es momento de decirlo: la presión social me ha empujado a tomarle el pelo a medio mundo (salvo a mis muy cercanos, por supuesto); y tan mal está la burla soterrada que acometo sobre los despistados, como la intolerancia a la cual estamos expuestos los que no gustamos del fútbol.

¿Y jugarlo? Tampoco me gusta. Porque, cuando uno lo hace, no falta el conocido o desconocido que te exige a gritos: “ponle huevos, carajo” o “patea como hombre, con-cha-tu-madre” o etc., etc., etc. Y el problema no acaba aquí. Si de pronto te animas, y le “pones huevos” y/o “pateas como hombre”; es muy probable que alguien del equipo contrario te agarre inquina y, justificándose en el calor del encuentro futbolístico, te meta una zancadilla, te lesione una pierna de un puntazo o te meta el codo hasta desinflarte los pulmones no solo de aire, sino también de smog.[1]

La última vez que jugué fútbol (o más bien fulbito[2]) fue en el año 2003. Ocurrió en verano, en la sede de playa del Club El Bosque. Primero me exigieron huevos. Puse huevos, entonces. Luego alguien me hizo un foul (uno tan violento que, de haber un eficiente aparato estatal de justicia, habría llevado la notitia criminis a la fiscalía para que abriera investigación preliminar por tentativa de homicidio). Como es costumbre en estas lides, resoplé mi dolor sin quejas y me puse en pie. De inmediato me debatí entre vengarme sobre el individuo o la colectividad: opté por lo último. Tomé la pelota con las manos y le estrellé tal patada que la pelota atravesó el muro de malla de las canchas de fulbito, el muro de cemento del club y terminó en una playa donde la Constitución Política del Perú sí se respeta y no hay mallas ni muros.

Acometida la venganza, miré fijamente a los nueve muchachos que habían jugado conmigo y, luego de unos segundos de tenso silencio, escupí al modo del personaje que encarna Clint Eastwood en el western titulado The Outlaw Josey Wales. Les juro que, en pleno siglo XXI y en el kilómetro cuarenta y tantos de la panamericana sur, tuve la sensación de estar a punto de cometer una sangría descomunal, al modo de los vaqueros ermitaños que, en el lejano oeste, arrasan con los delincuentes de un bar por haber maltratado al indefenso pianista.

Pero tomarse la ficción en serio trae graves problemas (fíjense en El Quijote, por ejemplo). Así, cuando busqué la pistola en el cinto, me hallé con la cruel realidad: no tenía cinto, ni mucho menos pistola. El género cinematográfico varió drásticamente: de sentirme Clint Eastwood pasé a sentirme Woody Allen, cuando, encarnando al protagonista de Sleeper, y luego de tratar de defenderse con una pistola que, para su sorpresa, solo disparaba un cartelito que decía “bang”, es perseguido por una multitud de científicos y soldados furiosos. Los nueve muchachos me persiguieron con la decidida voluntad de hacer llegar mi sangre al río (o al menos al mar), pero no contaron con una vocación que hasta entonces yo mismo desconocía en mí: la de maratonista.

Gracias a aquella experiencia, desde hace tres años (puesto que ahora dispongo de mayor tiempo libre) no he dudado en elegir, entre el ramillete de ejercicios físicos, el sano hábito de correr interdiario cuatro kilómetros con ochocientos metros.

Paradójicamente, y pese a todo lo anterior, al fútbol le debo una gracia. Y lo que sigue se lo comenté al fallecido narrador y ensayista, Carlos Eduardo Zavaleta. Estábamos en su departamento de Miraflores mi amigo Carlos Saldívar y yo. De pronto, a razón de esos laberintos verbales al que uno ingresa cuando el diálogo es fluido, emergió el tema del fútbol. Le confesé que no me gustaba, pero que, cuando la mayor parte de la población es hipnotizada ante la T.V. por algún partido de la selección nacional, yo aprovecho para salir a pasear por las calles vacías del centro de Lima. Y aquí me permito una digresión: pocos saben lo bella que es Lima sin su ajetreo diario; lo bella que es por la suave melancolía de su horizonte gris luminoso, por los trazos de sus edificios que no son de burócratas de la metrópolis ni de limeños extintos como los Julio Ramón Ribeyro o los Alfredo Bryce Echenique o los Jaime Bayly. Por suerte, Lima ya no es de ellos. Lima es mía, tuya, nuestra. Y me gusta disfrutarla en silencio, como quien disfruta el triunfo caminando sobre lo que fue el campo de batalla[3]. Esta gracia jamás sería posible sino por el fútbol y sus aficionados y adictos.

Carlos Eduardo Zavaleta me dijo: “allí tienes un cuento”.

“Glup”, hice yo. Porque Carlos Eduardo Zavaleta, uno de nuestros principales cuentistas, me dijo lo que me dijo. Y pongo a Carlos Saldívar de testigo[4].

Conversando sobre estos temas, otro Carlos, mi amigo Carlos Morales Falcón[5], arguyó en defensa del fútbol que, como cualquier otro deporte, forma carácter.

Yo le respondí: “no me importa si forma carácter o no, pero te imaginas si clasificamos al mundial… ¡El Congreso no solo estaría lleno de voleibolistas sino además de futbolistas! ¡¡¡Tendríamos el Poder Legislativo con más posibilidades de campeonar la Olimpiada de Miembros de los Poderes Legislativo del Mundo[6]!!!”.

Y creo atendible esta pregunta: ¿requerimos de tantos deportistas en el Congreso? En el Congreso que nos espera a partir del 28 de Julio estarán las ex voleibolistas: Gaby Pérez del Solar (Alianza para el Gran Cambio), Cenaida Uribe (Gana Perú), Leyla Chiuan (Fuerza 2011) y Cecilia Tait (Perú Posible). Digo, temiendo ser acusado por discriminación: ¿no hubiera sido mejor tener a Henry Pease de congresista? Antes de las elecciones, en una nota del diario El Comercio, Cecilia Tait se refirió de este modo sobre las voleibolistas que tentaban una curul: “creo que nos subestiman”[7]. Y añadió: “[prefiero] que entren más deportistas al Congreso, porque ya hay bastantes abogados e ingenieros y “cada uno tira para su lado””. Me parece un argumento endeble el de Cecilia, pero al fin y al cabo argumento. El problema es que líneas arriba, en la misma nota, se recogen estas palabras suyas: “Cenaida Uribe se ha preparando cinco años estudiando para ser abogada porque quiere ser política de carrera”. ¿En qué quedamos, Cecilia? ¿No que ya hay bastantes abogados? ¿O es distinto un abogado o abogada a secas que un abogado o abogada ex voleibolista? En fin…

Pero vuelvo sobre el comentario de mi amigo Carlos Morales Falcón. Es cierto, el deporte forma carácter. Y sucede así cuando hay una mística y un respeto hacia su práctica. ¿Un ejemplo? Carlos me lo dio: el ex arquero de la selección nacional, Oscar Ibáñez. Este deportista jamás tuvo un lío que acaparara la prensa del espectáculo o la crónica roja, fue respetuoso de las normas dadas por sus Directores Técnicos (cuentan sus compañeros que Ibáñez prefería por motivos profesionales quedarse en la concentración antes que visitar a su familia), y ahora se dedica con éxito a lo suyo: prepara a los futuros arqueros que ojalá no solo hereden su técnica sino también su moral. Ibáñez es un verdadero deportista. Encuentra su sentido de vida en el deporte: lo ejerce en pos de su desarrollo personal y como ejemplo para la sociedad. No me cabe duda que, si el fútbol peruano tuviera más jugadores como Ibáñez, yo barajaría la posibilidad de verlo y, quién sabe, hasta de jugarlo.

Son extraños este deporte y sus implicancias. Los que no lo practican de un modo disciplinado se encolerizan con los que, como yo, los criticamos. Los que menos saben de él escupen violencia psicológica (e incluso física) sobre los que, como yo, no lo apreciamos. Mi amigo Gerardo Álvarez, historiador de la facultad de Sociales de la Universidad Nacional de San Marcos, ha dedicado al fútbol su tesis de licenciatura, su tesis de maestría (maestría que estudió en la COLMEX) y ahora su tesis doctoral (tesis que está escribiendo en la actualidad y deberá sustentar en el mismo COLMEX). Gerardo es una autoridad teórica sobre la materia, pero jamás me ha ofendido a causa de la distancia que siempre he marcado entre mi persona y el fútbol. Y es más, Gerardo es uno de mis mejores amigos. Por esto, intuyo que, si yo conociera a Óscar Ibáñez, haría buenas migas con él y hasta podríamos intercambiar apreciaciones sobre su profesión y otros temas.

No me gusta el fútbol. Quizás no por el fútbol en sí mismo, sino por los escasos de luces que lo practican, celebran y endiosan. Ellos no merecen mi respeto. Solo mi simple, llana y burlona tolerancia.


[1]La vida es irónica”, dicen los que saben; y parece que estos decidores saben bien lo que dicen. A mi enamorada, Pamela Santa Cruz, le encanta ver jugar fútbol. E incluso perteneció al equipo de su colegio. Somos humanos: nada es perfecto. Un beso, Pamelita. 
[2] Para los  no ignaros (como yo), aquí la explicación en bruto. Fútbol: deporte con 11 jugadores en cada equipo y una cancha de gras. Fulbito: deporte con menos de 11 jugadores en cada equipo y una cancha de cemento.
[3] Oído a la música, como diría Emilio Laferranderie “El Veco”: también me gusta la Lima ajetreada, intensa, atravesada de todos los colores. Y me muevo en ella como agua en el agua.
[4] Carlos Eduardo Zavaleta fue uno de los que, en la década del 50, hizo ingresar con fuerza la temática de la urbe en la narrativa peruana. Quizá él pensó que yo deseo continuar esa línea. Lo que no le dije es que yo también he leído (estoy seguro de que sin la profundidad que lo hizo él) a Faulkner, Hemingway, Dos Passos y demás anglosajones; y también lo he leído a él como a los escritores de su promoción. El caso es que no me siento identificado con ninguno de ellos. Me siento identificado, más bien, con Pinky y Cerebro. A Carlos Eduardo Zavaleta no le conté el resto de mi idea (porque es cierto, lo tengo pensando como una idea para un cuento). Y sigue así: mientras todos están viendo en T.V. un partido de la selección nacional, algunos científicos locos y yo lanzamos un rayo láser a través de las pantallas televisivas. Este rayo láser pulveriza a todos los televidentes y, luego de esta suerte de genocidio, los científicos locos y yo iniciamos una nueva época en la Historia. Nacería no el Super Hombre de Nietzche, tampoco el Hombre Nuevo de Karl Marx, sino un hombre mucho más perfecto que los anteriores. Nacería el Hombre No Futbol… (Disculpen mi arrebato de tinte fascista).
[5] Ante la presencia de tantos Carlos vinculados a este texto, averigüe a través de la modesta fuente de Wikipedia el significado del nombre “Carlos”. Al parecer “Carlos” es un nombre propio de procedencia germana y su significado sería “Hombre Libre”. ¿Cuál es el vínculo de esta precisión con el resto del artículo? No tengo la menor idea. Pero se ve bien que un artículo exhiba muchos pies de página, ¿no?
[6] Lamentablemente, esta olimpiada no existe. De lo contrario, nuestro Poder Legislativo serviría de algo.
[7] http://elcomercio.pe/politica/722995/noticia-cecilia-tait-sobre-voleibolistas-al-congreso-creo-que-nos-subestiman

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