martes, 23 de agosto de 2011

El Mensaje Divino


(Este cuento lo publiqué en mi primer libro, Tres Giros Mortales. Ahora lo comparto con ustedes con el siguiente añadido: está dedicado al Cardenal Juan Luis Cipriani).

Agotado por el trajín del viaje, el Sumo Sacerdote se acercó a la ventana de su lujosa habitación de hotel: bajo el sofocante sol de verano, la plaza central mostraba árboles densos y jardines bien cuidados; los carros avanzaban insertos en un tráfico tedioso; los edificios antiguos destacaban frente a las construcciones de vanguardia haciendo de la zona una miscelánea arquitectónica. Más allá, tras policías de firme semblante, una masa de gente multicolor aguardaba con expectativa su pronta aparición. “Todo lo que hacen por el perdón de sus pecados”, pensó el Sumo Sacerdote, moviendo la cabeza de un lado a otro. De repente, unos golpes de nudillos llamaron su atención, y se volvió hacia la puerta, por donde ingresaba su acompañante, el Obispo.

–Disculpe, Sumo Sacerdote, si interrumpo sus reflexiones –dijo,  ejecutando un ademán reverencial.

–No se preocupe. Estaba ojeando a la multitud. Dígame, ¿qué desea?

–Soy portador de una noticia que lo sorprenderá.

Con siete décadas a cuestas, el Sumo Sacerdote no se sorprendía por casi nada. Había recorrido el mundo varias veces, tanto en sus años de laico como en sus recientes días, en los que estaba a la cabeza de La Iglesia. En estos viajes, como un aventurero de profesión, había visto de todo, desde sociedades muy modernas, hasta comunidades ancladas en el primitivismo. Pero sus ojos no solo contemplaron lo vasto, sino también detalles sui generis: rarezas humanas (niños bicéfalos, castratis lujuriosos, ancianos zoomorfos, etcétera) que las personas le enseñaban con orgullo.

–¿Y cuál es esa noticia? –preguntó el Sumo Sacerdote.

–Le he traído un cura que transmite la palabra de Dios –respondió el Obispo, entusiasmado.

El Sumo Sacerdote se mantuvo imperturbable. Debido a su investidura, estaba acostumbrado a que, en cada lugar al que llegaba, le presentaran hombres o mujeres que eran, en apariencia, capaces de obrar milagros. Aún recordaba a la vieja histérica que aseguraba llorar sangre, y al tipo de retórica ostentosa que prometía curar la ceguera con legaña de perro. Por supuesto, ambos casos resultaron ser un fraude, como los muchos que había tenido que observar. Y ahora, sin ninguna duda, aquel cura sería de la misma calaña de esos charlatanes.

–¿No sería mejor dejar lo del Cura para después? –dijo el Sumo Sacerdote.

–No. Le prometo que no se arrepentirá.

–Hmmm…

–Verá algo grandioso.

–Está bien. Hágalo pasar. Pero dígale que sea breve.

–Gracias –dijo el Obispo y, con un gesto rápido, llamó a su secretario para que trajera al Cura.

Mientras esperaba, el Obispo se sintió en las nubes. Luego de tres décadas de búsqueda, había encontrado por fin un prodigio. Se arregló la sotana y respiró hondo: se imaginaba las felicitaciones de sus colegas. “Lo he logrado”, pensó. “He conseguido un verdadero milagro”.

–Y dígame –mencionó el Sumo Sacerdote–. ¿Cómo habla Dios a través del Cura?

–Es algo extraño –soltó el Obispo, con una sombra de vergüenza en los ojos–. Dejaré que él mismo se lo explique.

A primera vista, el Cura no lucía ningún rasgo especial. Como cualquier  persona de su edad, tenía una calvicie extendida, un rostro atravesado por arrugas, y el vientre henchido y esponjoso de los cerveceros. Sus ropas eran un hábito marrón y una cuerda de gruesos nudos que hacía las veces de correa. Aunque el Obispo le había invitado a sentarse, permanecía en una postura de militar en formación. Inexplicablemente, aguantaba el aliento presionando los labios con fuerza.

–A ver tú –dijo el Sumo Sacerdote–. ¿Cómo haces entrever los deseos de Dios?

El Cura se acercó al Obispo y le soltó algunas palabras en la oreja. De inmediato, el Sumo Sacerdote alteró su semblante. Si había algo que no soportaba era el chisme. Como sombras por la tarde, este se expandía por varios sectores de La Iglesia. Más que un lugar de reflexión, la Sagrada Sede era una olla de grillos. Los correveidiles abundaban (especialmente en los grupos de poder), y se expresaban de la misma forma en que lo hicieron el Cura y el Obispo: entre susurros.

“Maledicentes. Perversos. Infames”, sentenció el Sumo Sacerdote, y escupió: –¡Cuál es el chisme!

–Ninguno –trató de calmarlo el Obispo–. Sucede que el Cura aún no está preparado.

–¡¡¡¿Acaso necesita de inspiración?!!!

–No. No es eso.

Rascándose la barbilla, el Sumo Sacerdote empezó a caminar por los bordes de una alfombra. Su impaciencia se dilataba, y un tic alborotó sus párpados. Sentenció: el Obispo era un ingenuo. “¿Cómo lo había engañado el Cura? ¿Cómo no se daba cuenta del fraude? ¿Cómo lo había traído? ¿Cómo podía ser tan estúpido?”.

–Es usted un estúpido –le disparó el Sumo Sacerdote al Obispo. Y, fastidiado por su incontinencia, agregó: –¿Por qué me ha traído al Cura?

–Se lo reafirmo: el Cura es un intermediario de Dios.

El Obispo se sintió salpicado por la humillación. Sin embargo, no se arrepintió de su búsqueda de manifestaciones concretas de Dios, pues había asumido desde hacía mucho que era su sentido de vida. “Quizás sería mejor ser menos afanoso”, reflexionó. “Además de apurar al Cura”. Y, con voz grave, le dijo: –¿Por qué Dios no se pronuncia de una buena vez?

El Cura abrió la boca de par en par, pero no articuló una sílaba. Como si fuera un poseso, incrustó la mirada en el vacío. Una excitación creciente lo atrapó: bailaba algo semejante a una danza báquica. Agitaba sus brazos y piernas con ritmo vertiginoso, tiraba su cabeza para adelante y atrás, parecía recibir latigazos invisibles. En medio de su trance, soltó un murmullo: –Ya viene. Ya viene.

Con la cabeza latiéndole, el Sumo Sacerdote hirvió de enfado. “Este Cura es un sinvergüenza. ¿Quién se creía para venir ante mí y bailar como loco?”, caviló. “¿O es un payaso?”. Apelando a sus escazas fuerzas, tiró del hombro del Cura y lo emplazó con un grito a volver en sí. El Cura ni se percató. Estaba sumergido en el vértigo. “Ni siquiera es gracioso”, pensó el Sumo Sacerdote. “¡Este Cura maldito no se ganaría la vida ni en un circo!”.

–¡Basta! ¡¡¡Esto es estúpido!!!

–Se equivoca –intervino el Obispo–. Lo que ve es parte del milagro.

Sin mover una ceja, el Obispo mantenía un rostro firme como piedra. Al igual que el director de una puesta en escena, observaba con atención los sucesos, pero no soltaba ningún comentario al respecto. Estaba seguro de que, de un momento a otro, se realizaría el milagro. “Cuestión de minutos”, pensó. “Y ahí veré la cara del Sumo Sacerdote”. Satisfecho, cruzó los brazos.

El Cura, siguiendo unas pautas incomprensibles, detuvo su baile. Estaba cansado: sudaba copiosamente y sus piernas se doblaban. Luego de lanzar un suspiro, se acuclilló, recogió su hábito y se quitó la ropa interior.

–Pero… –se sorprendió el Sumo Sacerdote–. ¡¡¡Qué hace!!!

–Cálmese –dijo el Obispo–. Es el milagro.

Pasmado, el Sumo Sacerdote se llevó la mano al pecho. Un rayo proveniente del núcleo de su ser le provocó dolores agudos. Mientras sus brazos endurecían como yunques, un sudor frío le traspasaba el cuerpo y un mareo incontrolable le hacía temblar. El Obispo se alarmó y acudió en su ayuda.

–¿Le ocurre algo? ¿Desea un vaso con agua?

–No, estoy bien… Pero, ¿qué diablos sucede?

–Cálmese, por favor.

“No, esto no es verdad”, pensó el Sumo Sacerdote, dejando caer la mandíbula. “¡El Cura está desnudo!”. En muchas ocasiones, había observado a embaucadores que prometían cualquier magia, con tal de ser señalados como realizadores de milagros. Le habían dicho, entre otras cosas, que podían convertir el agua salada en un líquido bebible, que eran capaces de hacer conversar sobre cualquier tema a dos caballos chúcaros, y que, en el exceso de lo imaginable, sabían la forma de lograr el embarazo en un hombre. Obviamente, todo era falso. Pero ninguno de los mentirosos, aun los más avezados, se había bajado los calzoncillos para intentar lograr su cometido.

El sacerdote pujó con fuerza y soltó un sonoro pedo.

–¡¡¡No puede ser!!! –gritó el Sumo Sacerdote. Con velocidad desbocada, algo no paraba de latir en su interior–. ¡Esto es un escandalo!

–Todo está bajo control –dijo el Obispo–. Ya ha iniciado el milagro.

“No he visto algo semejante ni en Flandes”, concluyó el Sumo Sacerdote. En sus viajes por los cinco continentes, había observado a miles de poblaciones. Todas, más allá de sus inherentes particularidades, tenían algo en común: los defectos que naturalmente acarrea el ser humano. Pero, además de esta constante, encontró una realidad que en un principio lo horrorizó, pero que luego vio como cualquier simpleza. En cada uno de los parajes del ancho orbe, siempre había un individuo de cuerpo y/o espíritu extranaturales. Él, como un científico, los examinaba con calma (veía si funcionaban sus tres ojos, si eran capaces de seguir matando luego de eliminar a su familia o si podían andar pese a no tener miembros superiores ni inferiores, por ejemplo) y, finalmente, los echaba de su lado, porque no mostraban nada nuevo. Pero este Cura, de comportamiento tan agraviante, lo había dejado en verdad estupefacto: era un completo anormal, porque, persiguiendo la ejecución de un milagro, se había lanzado otro pedo y ahora empezaba a cagar.

El Sumo Sacerdote hizo un gesto de amargura indescifrable y, señalando la puerta de salida, gritó: –¡¡¡Largo de aquí, Cura asqueroso!!!

Vistiéndose con dificultad, el Cura dio algunos pasos y resbaló. En seguida, se puso de pie y continuó su camino.

–Y tú –gritó el Sumo Sacerdote, dirigiéndose al Obispo–. Da por hecho que tu carrera religiosa ha terminado.

–Perdóneme, por favor, Sumo Sacerdote –murmuró el Obispo, y se retiró a su aposento con paso triste.

***
Tratando de relajarse, el Sumo Sacerdote se asomó de nuevo por la ventana. “Cura de mierda…”, reflexionó, “Me ha producido hincones”. En la plaza central, los jardines se mostraban manchados por unas rectas y círculos marrones; pese a que el semáforo indicaba luz verde, los carros se habían detenido y formaban una congestión de varias cuadras; en los edificios, había pequeñas caras congeladas en un gesto atónito. En medio del bullicio, la masa de gente corría espantada por las calles. “¡Dios mío! ¡Pero qué sucede!”, se impresionó el Sumo Sacerdote y, cuando aguzó la vista, sintió que en su tórax algo estallaba.
***
En la plaza central, dominado por la voluntad de Dios, el Cura trazó con los desperdicios de su vientre, que salían de su trasero de un modo industrial, varias palabras de dimensiones gigantescas. Solo desde una altura pronunciada (un helicóptero en vuelo, el último piso de un rascacielos, un mirador ubicado en la cumbre de un cerro, etcétera) pudo leerse la información divina: como dijo Mc Luhan, el medio es el mensaje.

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