Por Julio Meza
Díaz
Lo confieso: no
me gusta el fútbol; ni verlo ni jugarlo. ¿Por qué no me gusta verlo? Porque,
simple y llanamente, no me gusta, como a otros no les gusta leer una novela,
correr una maratón o volar una cometa.
Algunos me
soltarán la versión trastocada del argumento del Chavo del Ocho: “es que no le
tienes paciencia…”. Ante semejante frase, quiero dejar constancia que, a causa
del fútbol, perpetré el siguiente ejercicio antinatural: quise que me gustara algo
que no me gustaba. En un colegio de hombres, el hecho de que no siguieras el
campeonato interno y varios del extranjero era motivo de sospecha de
homosexualidad (y, por ende, razón fundada para que te cayera la violencia de
la divinidad machista). De modo que, apenas ingresé al San Agustín, gasté
varios meses de mi infancia viendo fútbol los domingos e incluso me sometí a la
tarea de revisar puntualmente la sección de deportes que venía (y supongo que
viene aún) con El Comercio. Nunca tuve días más aburridos. Sin embargo, saqué una
conclusión de ellos: si de un tema tonto no sabes, di tonterías y parecerás
erudito en la materia. Desde tercero de primaria hasta el día de hoy, converso
sobre fútbol como el más informado. A los taxistas les invento épicos partidos
de peruanos versus españoles en el siglo XVIII y de peruanos versus chilenos en
el siglo XIX; a mis familiares les hablo sobre los campeonatos en Nigeria,
Nepal o Sri Lanka; a los apasionados les tiro de la lengua y dejo que hablen y
hablen y hablen, mientras añado, de rato en rato, “estoy de acuerdo” o “no me
parece lo adecuado” o “¿qué piensas al respecto?” (admito que esta última
técnica la he copiado de los psicólogos clínicos). En fin… He pasado
desapercibido hasta ahora. Pero ya es momento de decirlo: la presión social me
ha empujado a tomarle el pelo a medio mundo (salvo a mis muy cercanos, por
supuesto); y tan mal está la burla soterrada que acometo sobre los despistados,
como la intolerancia a la cual estamos expuestos los que no gustamos del
fútbol.
¿Y jugarlo?
Tampoco me gusta. Porque, cuando uno lo hace, no falta el conocido o
desconocido que te exige a gritos: “ponle huevos, carajo” o “patea como hombre,
con-cha-tu-madre” o etc., etc., etc. Y el problema no acaba aquí. Si de pronto
te animas, y le “pones huevos” y/o “pateas como hombre”; es muy probable que
alguien del equipo contrario te agarre inquina y, justificándose en el calor
del encuentro futbolístico, te meta una zancadilla, te lesione una pierna de un
puntazo o te meta el codo hasta desinflarte los pulmones no solo de aire, sino
también de smog.[1]
La última vez
que jugué fútbol (o más bien fulbito[2])
fue en el año 2003. Ocurrió en verano, en la sede de playa del Club El Bosque.
Primero me exigieron huevos. Puse huevos, entonces. Luego alguien me hizo un
foul (uno tan violento que, de haber un eficiente aparato estatal de justicia, habría
llevado la notitia criminis a la fiscalía para que abriera investigación
preliminar por tentativa de homicidio). Como es costumbre en estas lides,
resoplé mi dolor sin quejas y me puse en pie. De inmediato me debatí entre
vengarme sobre el individuo o la colectividad: opté por lo último. Tomé la
pelota con las manos y le estrellé tal patada que la pelota atravesó el muro de
malla de las canchas de fulbito, el muro de cemento del club y terminó en una
playa donde la Constitución Política del Perú sí se respeta y no hay mallas ni
muros.
Acometida la
venganza, miré fijamente a los nueve muchachos que habían jugado conmigo y,
luego de unos segundos de tenso silencio, escupí al modo del personaje que
encarna Clint Eastwood en el western titulado The Outlaw Josey Wales. Les juro que, en pleno siglo XXI y en el kilómetro
cuarenta y tantos de la panamericana sur, tuve la sensación de estar a punto de
cometer una sangría descomunal, al modo de los vaqueros ermitaños que, en el
lejano oeste, arrasan con los delincuentes de un bar por haber maltratado al
indefenso pianista.
Pero tomarse la
ficción en serio trae graves problemas (fíjense en El Quijote, por ejemplo). Así,
cuando busqué la pistola en el cinto, me hallé con la cruel realidad: no tenía cinto,
ni mucho menos pistola. El género cinematográfico varió drásticamente: de
sentirme Clint Eastwood pasé a sentirme Woody Allen, cuando, encarnando al
protagonista de Sleeper, y luego de tratar de defenderse con una pistola que,
para su sorpresa, solo disparaba un cartelito que decía “bang”, es perseguido
por una multitud de científicos y soldados furiosos. Los nueve muchachos me
persiguieron con la decidida voluntad de hacer llegar mi sangre al río (o al
menos al mar), pero no contaron con una vocación que hasta entonces yo mismo
desconocía en mí: la de maratonista.
Gracias a
aquella experiencia, desde hace tres años (puesto que ahora dispongo de mayor
tiempo libre) no he dudado en elegir, entre el ramillete de ejercicios físicos,
el sano hábito de correr interdiario cuatro kilómetros con ochocientos metros.
Paradójicamente,
y pese a todo lo anterior, al fútbol le debo una gracia. Y lo que sigue se lo
comenté al fallecido narrador y ensayista, Carlos Eduardo Zavaleta. Estábamos
en su departamento de Miraflores mi amigo Carlos Saldívar y yo. De pronto, a razón
de esos laberintos verbales al que uno ingresa cuando el diálogo es fluido,
emergió el tema del fútbol. Le confesé que no me gustaba, pero que, cuando la
mayor parte de la población es hipnotizada ante la T.V. por algún partido de la
selección nacional, yo aprovecho para salir a pasear por las calles vacías del
centro de Lima. Y aquí me permito una digresión: pocos saben lo bella que es
Lima sin su ajetreo diario; lo bella que es por la suave melancolía de su
horizonte gris luminoso, por los trazos de sus edificios que no son de
burócratas de la metrópolis ni de limeños extintos como los Julio Ramón Ribeyro
o los Alfredo Bryce Echenique o los Jaime Bayly. Por suerte, Lima ya no es de
ellos. Lima es mía, tuya, nuestra. Y me gusta disfrutarla en silencio, como
quien disfruta el triunfo caminando sobre lo que fue el campo de batalla[3].
Esta gracia jamás sería posible sino por el fútbol y sus aficionados y adictos.
Carlos Eduardo
Zavaleta me dijo: “allí tienes un cuento”.
“Glup”, hice yo.
Porque Carlos Eduardo Zavaleta, uno de nuestros principales cuentistas, me dijo
lo que me dijo. Y pongo a Carlos Saldívar de testigo[4].
Conversando
sobre estos temas, otro Carlos, mi amigo Carlos Morales Falcón[5],
arguyó en defensa del fútbol que, como cualquier otro deporte, forma carácter.
Yo le respondí:
“no me importa si forma carácter o no, pero te imaginas si clasificamos al
mundial… ¡El Congreso no solo estaría lleno de voleibolistas sino además de
futbolistas! ¡¡¡Tendríamos el Poder Legislativo con más posibilidades de
campeonar la Olimpiada de Miembros de los Poderes Legislativo del Mundo[6]!!!”.
Y creo atendible
esta pregunta: ¿requerimos de tantos deportistas en el Congreso? En el Congreso
que nos espera a partir del 28 de Julio estarán las ex voleibolistas: Gaby
Pérez del Solar (Alianza para el Gran Cambio), Cenaida Uribe (Gana Perú), Leyla
Chiuan (Fuerza 2011) y Cecilia Tait (Perú Posible). Digo, temiendo ser acusado
por discriminación: ¿no hubiera sido mejor tener a Henry Pease de congresista? Antes
de las elecciones, en una nota del diario El Comercio, Cecilia Tait se refirió de
este modo sobre las voleibolistas que tentaban una curul: “creo que nos
subestiman”[7]. Y
añadió: “[prefiero] que entren más deportistas al Congreso, porque
ya hay bastantes abogados e ingenieros y “cada uno tira para su lado””. Me
parece un argumento endeble el de Cecilia, pero al fin y al cabo argumento. El
problema es que líneas arriba, en la misma nota, se recogen estas palabras
suyas: “Cenaida Uribe
se ha preparando cinco años estudiando para ser abogada porque quiere ser
política de carrera”. ¿En qué quedamos, Cecilia? ¿No que ya hay bastantes
abogados? ¿O es distinto un abogado o abogada a secas que un abogado o abogada ex
voleibolista? En fin…
Pero vuelvo sobre el comentario de mi amigo
Carlos Morales Falcón. Es cierto, el deporte forma carácter. Y sucede así cuando hay una mística y un respeto hacia su
práctica. ¿Un ejemplo? Carlos me lo dio: el ex arquero de la selección nacional,
Oscar Ibáñez. Este deportista jamás tuvo un lío que acaparara la prensa del
espectáculo o la crónica roja, fue respetuoso de las normas dadas por sus
Directores Técnicos (cuentan sus compañeros que Ibáñez prefería por motivos
profesionales quedarse en la concentración antes que visitar a su familia), y
ahora se dedica con éxito a lo suyo: prepara a los futuros arqueros que ojalá
no solo hereden su técnica sino también su moral. Ibáñez es un verdadero
deportista. Encuentra su sentido de vida en el deporte: lo ejerce en pos de su
desarrollo personal y como ejemplo para la sociedad. No me cabe duda que, si el
fútbol peruano tuviera más jugadores como Ibáñez, yo barajaría la posibilidad
de verlo y, quién sabe, hasta de jugarlo.
Son extraños este deporte y sus implicancias.
Los que no lo practican de un modo disciplinado se encolerizan con los que,
como yo, los criticamos. Los que menos saben de él escupen violencia psicológica
(e incluso física) sobre los que, como yo, no lo apreciamos. Mi amigo Gerardo
Álvarez, historiador de la facultad de Sociales de la Universidad Nacional de San
Marcos, ha dedicado al fútbol su tesis de licenciatura, su tesis de maestría
(maestría que estudió en la COLMEX) y ahora su
tesis doctoral (tesis que está escribiendo en la actualidad y deberá sustentar
en el mismo COLMEX). Gerardo es una autoridad teórica sobre la materia, pero
jamás me ha ofendido a causa de la distancia que siempre he marcado entre mi
persona y el fútbol. Y es más, Gerardo es uno de mis mejores amigos. Por esto,
intuyo que, si yo conociera a Óscar Ibáñez, haría buenas migas con él y hasta
podríamos intercambiar apreciaciones sobre su profesión y otros temas.
No me gusta el fútbol. Quizás no por el
fútbol en sí mismo, sino por los escasos de luces que lo practican, celebran y
endiosan. Ellos no merecen mi respeto. Solo mi simple, llana y burlona
tolerancia.
[1] “La vida es irónica”, dicen los que saben; y parece que
estos decidores saben bien lo que dicen. A mi enamorada, Pamela Santa Cruz, le
encanta ver jugar fútbol. E incluso perteneció al equipo de su colegio. Somos
humanos: nada es perfecto. Un beso, Pamelita.
[2] Para los no
ignaros (como yo), aquí la explicación en bruto. Fútbol: deporte con 11
jugadores en cada equipo y una cancha de gras. Fulbito: deporte con menos de 11
jugadores en cada equipo y una cancha de cemento.
[3] Oído a la música, como diría Emilio Laferranderie “El
Veco”: también me gusta la Lima ajetreada, intensa, atravesada de todos los
colores. Y me muevo en ella como agua en el agua.
[4]
Carlos Eduardo Zavaleta fue uno de los que, en la década del 50, hizo ingresar
con fuerza la temática de la urbe en la narrativa peruana. Quizá él pensó que
yo deseo continuar esa línea. Lo que no le dije es que yo también he leído (estoy
seguro de que sin la profundidad que lo hizo él) a Faulkner, Hemingway, Dos
Passos y demás anglosajones; y también lo he leído a él como a los escritores
de su promoción. El caso es que no me siento identificado con ninguno de ellos.
Me siento identificado, más bien, con Pinky y Cerebro. A Carlos Eduardo
Zavaleta no le conté el resto de mi idea (porque es cierto, lo tengo pensando como
una idea para un cuento). Y sigue así: mientras todos están viendo en T.V. un
partido de la selección nacional, algunos científicos locos y yo lanzamos un rayo
láser a través de las pantallas televisivas. Este rayo láser pulveriza a todos
los televidentes y, luego de esta suerte de genocidio, los científicos locos y
yo iniciamos una nueva época en la Historia. Nacería no el Super Hombre de
Nietzche, tampoco el Hombre Nuevo de Karl Marx, sino un hombre mucho más perfecto
que los anteriores. Nacería el Hombre No Futbol… (Disculpen mi arrebato de
tinte fascista).
[5] Ante la presencia de tantos Carlos vinculados a este
texto, averigüe a través de la modesta fuente de Wikipedia el significado del
nombre “Carlos”. Al parecer “Carlos” es un nombre propio de procedencia germana
y su significado sería “Hombre Libre”. ¿Cuál es el vínculo de esta precisión
con el resto del artículo? No tengo la menor idea. Pero se ve bien que un
artículo exhiba muchos pies de página, ¿no?
[6] Lamentablemente, esta olimpiada no existe. De lo
contrario, nuestro Poder Legislativo serviría de algo.
[7]
http://elcomercio.pe/politica/722995/noticia-cecilia-tait-sobre-voleibolistas-al-congreso-creo-que-nos-subestiman
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