Cuando estaba en la oficina, el Contador era un individuo sin luz propia. Su trabajo, el mismo desde hacía un lustro, lo encadenaba al escritorio durante sesenta o más horas a la semana. El trajín era repetitivo, como el de una máquina incapaz de desgastarse. En la primera etapa del día revisaba las cuentas (manipulaba el debe y el haber como fichas de un rompecabezas) hasta que, cuando ya bostezaba, ponía su firma en los libros contables y los cerraba de un golpe. Mientras tomaba su refrigerio, que consistía casi siempre en una hamburguesa y una gaseosa oscura, conversaba con sus compañeros sobre nimiedades (aventuras de fin de semana, partidos de fútbol y asuntos profesionales). Por supuesto, nadie hablaba sobre temas agudos. Se temía ser visto como un alborotador. En la tarde, luego de trazar escritos y enviar el despacho, se reunía con su jefe para comentarle sus avances.
–¿Cómo está, señor? Aquí le traigo mis archivos.
–De mí no te preocupes, carajo. Deja esas huevadas en la mesa. Y regresa tu culo a su silla.
Al final de la jornada, el Contador le echaba llave a sus cajones y se despedía de sus compañeros con un apretón de manos. Era el momento en que comenzaba a iluminarse su vida. Dentro del ascensor sentía un alborozo que se originaba en sus entrañas y se reflejaba en su rostro con una enorme sonrisa. Era como si, después de años de lucha, se hubiera liberado de unos fuertes grilletes. En la cochera se quitaba el saco, encendía la radio a todo volumen y arrancaba el auto con apuro. A diferencia de sus colegas, el Contador no se dirigía a casa, ni a una reunión con amigos, ni mucho menos al gimnasio. Desajustándose la corbata, emprendía un breve viaje hacia el mar.
Luego de recorrer varias avenidas, bajo un cielo que anunciaba el ocaso con heridas naranjas y grises, tomaba la carretera hacia el sur de la ciudad. En el kilómetro ciento veinte, en medio de un desierto ondulante, ingresaba a un pequeño balneario que parecía la manifestación concreta de la nostalgia. Con lentitud, iba por las calles pavimentadas de arena y cruzaba la plaza principal, en la que una iglesia en ruinas acompañaba al municipio y otras edificaciones carcomidas por la brisa. Rodeado de niños que jugueteaban, se detenía por algunos minutos en el malecón y contemplaba los postes oxidados. Desde pequeño había imaginado que eran ancianos raquíticos que, debido a un hechizo misterioso, se habían momificado justo cuando doblaban las espaldas. También apreciaba las casas de revoques carcomidos, jardines secos, pero balcones con celosías intactas. “¡Qué chismosos somos!”, pensaba. Finalmente, seguía a las gaviotas que tomaban vuelos sinuosos para, de un momento a otro, hundirse en el agua y pescar. “¡Eso es libertad!”, se decía, y se imaginaba como un ave planeadora que soltaba, sin mayor importancia, una caquita sobre la cabeza de su jefe. El Contador suspiraba conmovido y bajaba a la playa.
Estacionado sobre la arena, con el viento empujando los techos de paja de las sombrillas, el Contador abría la maletera y sacaba un disfraz de dinosaurio de espuma de vidrio (para ser preciso, de Tyrannosaurus rex teñido con diversas variaciones del color violeta). Ante los ojos sorprendidos de algunos bañistas, se lo ponía lentamente y, dentro de esa piel grotesca, se dirigía a un espigón. Mientras silbaba un tema melancólico, avanzaba calculando cada uno de sus pasos, como si realizara una ceremonia sagrada. Y, cuando llegaba a la punta, en donde reventaban las olas con furia y se originaba una minúscula lluvia salada, se sentaba sobre una roca y observaba cómo se hundía el sol en el océano.
***
Una mañana, cuando se relajaba en su departamento, el Contador fue dominado por un impulso. Su cuerpo le exigió salir a la calle, pero no vestido del modo tradicional, sino disfrazado de dinosaurio. Pese a que intentó contenerse, la fuerza que nacía de su médula lo sometió. Minutos después, se vio a sí mismo bajando por las escaleras con su extraño ropaje. El portero se sorprendió. Sin embargo, como tenía ordenado no molestar a ningún propietario, se quedó en silencio como una roca. “Total”, reflexionó, “cada loco baila con su pañuelo”.
En el cuerpo del dinosaurio, el Contador recorrió varias zonas de la ciudad. La vereda se prolongaba ante sus ojos y una libertad indescifrable le recorría de pies a cabeza. Era un éxtasis que, como si fuera producto de un rayo, le hacía sentir una electricidad fulgurante. Primero, llegó a un parque de olivos y persiguió mariposas. Cuando estaba por atrapar una muy colorida, cayó con estrépito en la laguna artificial. Las personas se reían de su aspecto y torpeza.
–No se burlen –decía él, con voz grave –. Que todos estamos disfrazados.
Luego se detuvo en una avenida principal. En la esquina más concurrida, bajo el semáforo en rojo, cruzó la pista bailando un ritmo desaforado. Los conductores tocaron sus cláxones y él se animó a dirigir el tráfico por unos instantes.
–¡Avancen sin cuidado! –gritaba, haciendo el sonido de un pito con los labios– ¡Que el golpe avisa y enseña!
En la puerta de una farmacia, saludó a los clientes y, cuando quisieron echarlo los guardias de seguridad, saltó como un canguro afiebrado.
–La locura es la mejor medicina –recomendaba, envuelto en su trance– O la muerte, que lo iguala todo.
Por último, subió a un puente, se pegó a la baranda y lanzó besos volados a los carros.
Al final de la jornada estaba cansado y sudoroso como si hubiera participado en una maratón. La noche comenzaba a expandir sus dominios y los objetos se entregaban a una penumbra enrarecida. El Dinosaurio se dirigió a su casa saboreando el placer de haber cumplido un acto sin parangón. No obstante, a ratos se preguntaba: “Pero, ¿qué he hecho?”. Y lo inundaba la vergüenza. “Por suerte no me ha visto nadie. ¿O sí?”. De pronto, se encontró en la boca de un pasaje y, gracias al reflejo de un poste de luz, logró ver una silueta llamativa. Cuidadosamente, avanzó unos pasos y emergió una mujer (pues sus piernas finas así lo indicaban) disfrazada de galleta con relleno de fresa. El Dinosaurio se sorprendió: había alguien más con su afición. La Galleta, que llevaba un ángulo mordido, partió con prisa y se perdió entre las sombras. El Dinosaurio, con una mano (o más bien una garra) en el corazón, hizo un descubrimiento que le trastocó la existencia: la Galleta era maravillosa y debía encontrarla.
***
El Dinosaurio anduvo por todos los lugares que conocía, tratando de ubicar a la Galleta. Fue por los caminos desiertos y silenciosos, y sumó su tristeza a la del ambiente. Atravesó las aceras concurridas, evitando ser empujado por las mareas de personas que iban y venían sin dirección. Fue a los parques y los centros comerciales, y los adultos lo confundieron con un espectáculo para niños. Se introdujo en las cantinas de mala muerte y tuvo que soportar las bromas pesadas de los parroquianos. Desesperado, preguntó en la comisaría y, luego de ser calificado de demente, lo invitaron a salir. El desánimo lo venció con su peso de realidad. Concluyó que nunca más hallaría a la Galleta, la cual lo había alterado en lo profundo.
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En la oficina, una tarde de cielo despejado, el Contador llamó a la secretaria del jefe para darle unos informes urgentes. Ella se acercó moviendo las caderas con armonía y el Contador encontró en esa forma de caminar varios detalles que le inquietaron la memoria. “¿Quién camina así?”, pensó. Como no se le ocurrió nada, volvió a sus labores. Pero horas después, cuando estaba listo para retirarse, varias ideas se fusionaron en su cabeza. Había hallado la respuesta: ese caminar se parecía al de la Galleta.
El Contador se arrojó sobre el escritorio de la Secretaria, quien se había marchado hacía unos minutos. Quería encontrar alguna prueba que confirmara su sospecha. Forzó la chapa, abrió los cajones y buscó entre los papeles y sobres. No había ni indicios. “Tonterías”, concluyó. “Mejor voy a su casa”.
El Contador sacó de una agenda la dirección de la Secretaria y salió corriendo. Cerca del lugar señalado, frenó ante una imagen de ensueño: en un parque de árboles tupidos, la Galleta brincaba de un lado a otro mientras arrojaba pétalos de flores. El Contador fue traspasado por una angustia creciente, se colocó su disfraz y persiguió a la Galleta.
La correteó por aceras llenas de ojos estupefactos. Luego, por la berma central de una autopista. Los vehículos pasaban rápidamente y en los timones se exhibían rostros de desconcierto. El Dinosaurio seguía tras la Galleta: ninguno de los dos mostraba cansancio. Estaban dispuestos a cruzar sus límites. Avanzaron cerca de diez kilómetros.
–Te atraparé –vociferaba el Dinosaurio–. Te cansarás. Y te atraparé.
Pero, aunque era un buen plan, eso no sucedió: una patrulla de policía los detuvo. Los guardias se los llevaron por promover el desorden público.
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Rodeado de policías, y en una habitación iluminada por reflectores, el Contador se hundió en la vergüenza: se quitó el disfraz y mostró su rostro taciturno. Los policías, que no dejaban de reír, tomaron sus datos y le advirtieron que esa era la última vez que lo dejaban libre. “¡La próxima te encerramos en el manicomio!”, le dijeron. Cabizbajo, el Contador se retiró pensando que debía arrojar a la basura su traje de dinosaurio.
Perdido por los pasillos de la comisaría, le aplastaba la sensación de estar en un laberinto de tamaño continental. De pronto, sobre una banca de madera, encontró el motivo de su congoja: el disfraz de galleta. Aunque intentó controlarse, sus ojos resplandecieron y se acercó a esa piel para acariciarla con ternura. Mientras sus manos vibraban, una energía rara se expandió por su cuerpo y le hizo sonreír de esperanza. Sin embargo, el momento cósmico se volvió terrenal cuando alzó la mirada. Acompañada de mujeres policías, la Secretaria pasaba por su lado. El Contador no supo qué decir. Un vacío creció en su estómago y una pesadez contundente se alojó en su garganta. Quiso articular palabras inteligentes o por lo menos dulces, pero solo le salió un tímido “hola”.
–Hola –le respondió la Secretaria y continuó su camino.
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En el trabajo, después del incidente con la policía, el Contador evitó a toda costa la presencia de la Secretaria. Si tenía que darle algún recado, se hacía el desentendido o mandaba a que lo hiciera otra persona. Así transcurrieron las semanas hasta que, a fin de año, cuando se realizaba el balance general y en la oficina se respiraba oxígeno con estrés, la Secretaria se acercó a su escritorio. Llevaba una sonrisa pícara y sus ojos brillaban con luz propia. Le extendió dos documentos.
–Gra-gra-gracias –dijo el Contador.
La Secretaria se retiró en silencio. El Contador leyó con expectativa el primer documento. Trataba sobre algunas observaciones, muy minuciosas, relacionadas a los montos que ingresaron antes del cierre de caja. Desanimado, tomó el otro papel y lo revisó con paciencia. Al finalizar, una descarga trepidante lo empujó a un abismo sin gravedad. Era el amor.
***
Apenas termina la jornada laboral, el Contador y la Secretaria, que no hablan nada en la oficina, se marchan con rapidez y se dirigen a su punto de reunión: la playa. Envueltos por la brisa, se ponen sus respectivos disfraces (el Contador, el de Dinosaurio; la Secretaria, el de Galleta) y, abrazados, contemplan cómo el sol se esconde en el océano.