lunes, 5 de septiembre de 2011

Oh pus Dei

Por Julio Meza Díaz
Parte de mi educación escolar la soporté en el colegio San Agustín. Eran los años de la violencia política, y esta se manifestaba en todos los espacios: entre tus amigos, ante los extraños y, sobre todo, cerca de los vidrios (pues si explotaba un coche bomba y te hallabas en el lugar equivocado, podías perder literalmente la cabeza). En ese contexto, un puñado de gente mononeuronal como los senderistas empezó a formar sus propios cuadros. El método no fue incendiar la pradera. Pero sí se usó fuego. A cientos de niños, niñas y adolescentes de las familias más acomodadas se les intentó calcinar su voluntad, su sentido crítico, su libertad. En muchos casos lo lograron, y el resultado lo podemos ver ahora: prendemos la tv y nos encontramos con los fantoches a través de los cuales habla el Opus Dei. Lo inquietante es que estos seres, sea como fuera que se les mire, no causan miedo ni aprensión, sino curiosidad[1]. ¿A qué situaciones los habrán sometido para llegar a ese estado? ¿En qué momento una única idea se apoderó de su cerebro y lo redujo a mera ceniza? ¿Por qué no ríen cuando se miran al espejo?
Señores y señoras de National Geographic, aquí tienen un tema para una buena investigación.
Contaba que estudié en el San Agustín. Allí tuve una educación católica severa y fui testigo de los modos en que funciona el Opus Dei. Por supuesto, no se me invitó a esa organización. Primero, porque mis papás nunca pagaron puntualmente las pensiones (y no terminaron de pagar jamás la de cuarto de media[2]). Segundo, porque mis papás no lucen apellidos ostentosos. Y por último, porque simple y llanamente mi familia y yo somos cholos. De modo que, gracias a Dios, nadie nos llamó a formar parte de ese club social… Perdón, de esa organización religiosa, quise decir.
Lamentablemente, esto no impidió que sufriera algunas de las torturas de las que estos curas obtusos son especialistas.
El jefe de normas te lo decía con claridad: “o vas al retiro espiritual, carajo, o desapruebas religión”. Y desaprobar ese curso no era vergonzoso, pero sí problemático. Te podía empujar a unas vacaciones de verano con clases de nivelación sobre la vida eterna, el gusano y el fuego imperecederos, y la zarza que arde en el desierto. Así que uno aceptaba, le pedí a su papá los 20 ó 30 dólares que costaba ir a una casa en el Rímac, y se persignaba. Sí, uno se persignaba, porque solo Dios podía ayudarte a salir de esa experiencia sin estrés postraumático[3].


Pese al pago que uno hacía, el servicio era deplorable. La comida no solo era escasa, sino también horrible y sucia. Dormíamos en un galpón de camarotes, en el que no había intimidad ni para soltarse una flatulencia. Al parecer los ensotanados habían leído muy bien los manuales de La Escuela de las Américas[4]: nos alimentaban mal, nos hacían dormir peor; y cuando ya mostrábamos las consecuencias de esos castigos, es decir, cuando nuestra conciencia había rendido sus armas, procedían a una actividad de corte surrealista.
Ingresábamos a una capilla en ruinas, apagaban las luces, nos ordenaban cerrar los ojos y comenzaba el sonido monocorde de un guitarra: pin pan pon pun-pun, pin pan pon pun-pun, pin pan pon pun-pun…
Una voz cavernosa susurraba: Imagina que suena el timbre de salida y corres alegre hacia el patio. Pin pan pon pun-pun. Hablas con tus amigos, haces la formación y sales a la calle. Pin pan pon pun-pun. De pronto, cuando cruzas la avenida, el carro de tu papá viene más rápido de lo usual. Pin pan pon pun-pun. Se le ha vaciado los frenos. Pin pan pon pun-pun. ¡¡¡Y pun!!! Mueres atropellado.
Recuerdo que, en ese momento, varios compañeros se lanzaron a llorar. Pero otros nos mantuvimos firmes: tal vez confiábamos en que los bomberos de nuestra imaginación serían tan eficientes como los de la realidad.
Pin pan pon pun-pun, continuaban la guitarra y la voz. Ahora estás viendo tu propio funeral. Tu mamá sufre sin consuelo, porque ha perdido a su hijo, y su esposo (es decir, tu papá) está en la cárcel. Pin pan pon pun-pun. “¡¡¡Noooo!!!”, gritaron más compañeros. Pin pan pon pun-pun. Sin que lo decidas, un remolino de luz te envuelve y te conviertes en polvo. Pin pan pon pun-pun. Y apareces de nuevo, pero esta vez en la sala de un cine. Pin pan pon pun-pun…
–Ojala esté dando la de la Cicciolina y el burro –me dijo Carlos, mi amigo de por aquel entonces, y yo deseé que pasaran Bajos instintos o, por lo menos, Luna de hiel.
Pin pan pon pun-pun. Estás solo en el cine, acomodado en una butaca. Pin pan pon pun-pun. Y en la pantalla se proyectan… Pin pan pon pun-pun. Se proyectan cada una de tus acciones buenas. “¡¡¡¡Ooohhh…!!!!”, suspiran los amanerados. Pin pan pon pun-pun. Pero estas no son muchas. Pin pan pon pun-pun. Y la sala de cine se llena de todas las personas que has conocido en vida. Pin pan pon pun-pun.
–Uy chucha… –dice Carlos. Y en mi cabeza, al lado de mi butaca, veo a mi vecina de nariz respingada y piernas largas, Claudia, quien, a través de mis cortinas, despertaba movimientos furiosos de mi diestra. 
Pin pan pon pun-pun. Y en la pantalla están ahora… Pin pan pon pun-pun. Ahora tus malas acciones. Pin pan pon pun-pun. ¡¡¡Tus malas acciones!!! “¡¡¡¡Perdóname, Dios!!!!”, claman gargantas temblorosas. Pin pan pon pun-pun. Carlos ha hecho una mueca de espanto. ¡¡¡Tus malas acciones!!!  Y yo veo como Claudia me ve en pantalla grande y a todo color viéndola por mi ventana, mientras... Pin pan pon pun-pun. Mientras va y viene el mundo. “¡¡¡¡Perdóname, Dios!!!”.  Va y viene como un péndulo. Pin pan pon pun-pun. ¡¡¡Tus malas acciones!!! Va y viene con suavidad gracias a las cremas de mamá. Pin pan pon pun-pun. “!!!No me perdones, Dios!!!”. Va y viene con rapidez porque Claudita se agacha a recoger la pelota de vóley. ¡¡¡Tus malas acciones!!! Va y viene y parece que a Claudita le gusta que esté a punto de venirme. Pin pan pon pun-pun. Y por esas malas acciones te espera… Me vengo, que me vengo, que me vengo. Te espera el infierno. ¡¡¡El infierno!!! “¡¡¡No tengo perdón!!!”. Ahhh... ¡¡¡El infierno!!! Pin pan pon pun-pun.
Se encienden las luces. Como buen Meza Díaz, siempre cargo un pañuelo en el bolsillo. Me seco, y me invade la culpa. Carlos está de rodillas, pidiendo por el consuelo eterno. Emergen varios curas de la sacristía, se acomodan tras unos confesionarios de miniatura y aguardan. Mis compañeros corren en estampida a vomitar sus pecados. El primero de la clase trata de ser el primero hasta en la carrera para evitar el infierno. Se queda hora y media hablando con un cura. Carlos demora un poco más, porque al cura que le ha tocado le parece desconcertante la historia de la Ciccolina y el burro. La culpa me está aplastando. Pero se supone que Dios lo perdona todo. ¿O no?
De esa experiencia rescato algunas conclusiones. Primero, Dios lo perdona todo, incluso la humectación de su casa. Segundo, los curas a veces no perdonan (el que me escuchó la confesión me sacudió el rostro de una cachetada). Por último, de lo que disfruto es de una parafilia aún no clasificada[5], la cual, según mi psicóloga, sería un interesante tema de análisis para National Geographic.
Años después, cuando había terminado por fin mis estudios de derecho, caminaba por la avenida San Borja Sur, dirigiéndome al cumpleaños de un amigo poeta. De pronto, en la vereda se dibujó la silueta de un sujeto que, pese a su juventud  y el terno elegante que vestía, arrastraba los pies como quien carga una cruz de granito. Era Carlos, mi viejo amigo. Nos abrazamos, recordamos nuestros apodos e iniciamos el recuento de lo que habían sido nuestros días hasta ese momento. Le solté mis pequeños logros y grandes tristezas. Él me detalló sus triunfos económicos y su derrota sentimental. Se había sumado al Opus Dei luego de ese nefasto retiro espiritual, se casó con la hija de un antiguo miembro de la obra y consiguió un enorme capital de trabajo: el mencionado suegro era el importante directivo de una minera. Todo iba a la perfección, pero Carlos nunca pudo olvidar a la Ciccolina y el burro. Sobre todo al burro. Hubo un escándalo. Lo maldijeron. Perdió sus comodidades. Se volvió en menos que cero. Sin embargo, fuerzas invisibles lo seguían obligando a su matrimonio infeliz.
–Opus Dei significa obra de Dios –me dijo, presionando la quijada–. Pero el Opus Dei no es eso. Es lo peor de Dios.
–…
–Es el pus de Dios.   
Intercambiamos números de celular, pero sabíamos que nunca nos buscaríamos. Le di un apretón de manos y me retiré pensando que, quizás, sería justo comprar una vieja iglesia del Opus Dei para proyectar en ella Bajos Instintos o Luna de Hiel o La Ciccolina y el burro o Las colegiales y el mango del martillo o…



[1] Llegué a esta conclusión gracias a una larga charla con mi amigo Renzo Honores. Desde acá, un abrazo de agradecimiento.
[2] Si algo me enorgullece de haber estudiado en el San Agustín es justamente eso: no terminé de pagar las pensiones que adeudaba de cuarto de media. Quinto lo estudié en un precario colegio de la avenida Arequipa (colegio en el que fui feliz), y mi papá recurrió a la argucia criolla para sonsacarles a los curas mis certificados de estudios. Los curas creyeron que les pagaríamos en unos meses. Ya han pasado más de catorce años. La deuda ha prescrito. Estimado padre director del colegio San Agustín, uno de estos días paso por el banco para hacerle un depósito de billetes del Monopolio.  
[3] He sido testigo de la mutación que puede ocasionar el trance del retiro espiritual. Tuve compañeros que, al volver a casa, empezaron a comportarse como Rambo o Gollum.
[4] La Escuela de las Américas es la institución creada por EE.UU. que se volvió famosa por diseñar el Plan Cóndor. Gracias a esta escuela hemos tenido en Latinoamérica personajes tan asquerosos como Pinochet, Videla o, en nuestro país, Vladimiro Montesinos.
[5] A los señores y señoritas encargados de hacer listas de rarezas sexuales: por favor, no olviden incluir la mía y, si es posible, bautícenla con mi nombre. Gracias.