lunes, 14 de noviembre de 2011

Lo dice también Loquillo

Por Loquillo

Nací en un momento equivocado
En un país equivocado
En la ciudad equivocada
En la familia equivocada

Tuve los amigos equivocados
Escuché la música equivocada
Leí los libros equivocados
Oí las palabras equivocadas
Amé a la persona equivocada
Hablé con gente en el idioma equivocado
Crecí con ideales equivocados
Grité consignas equivocadas
Luché en el bando equivocado
Fui por el camino equivocado

Amé a la persona equivocada
Tomé drogas con la gente en los lugares equivocados
O puede ser que esté equivocado

¿Equivocado?

Debe ser que mi vida es un error…

jueves, 27 de octubre de 2011

¿Por qué hay tantos homosexuales entre los historiadores limeños de la clase alta?

Por Julio Meza Díaz

A Renzo Honores y Miguel Ángel del Castillo, excelentes historiadores y mejores amigos.

Estoy de acuerdo: esta es una pregunta que podría ser leída con cierto contenido homofóbico. Sin embargo, el texto que la precede tratará de ir más allá de los límites de un título llamativo y provocador.

Lo confieso: mi vida ha estado atravesada por experiencias del todo machistas. Estudié en un colegio de hombres en el cual o te imponías mediante la fuerza o la pendejada, o eras víctima de las más crueles vejaciones. Solo tengo hermanos; de modo que las sobremesas y reuniones siempre están sazonadas con groserías y comentarios políticamente incorrectos. Y cuando estuve en la facultad de Derecho, el único tema que despertó mi interés fue el Derecho Penal y, por este motivo, hice mi sesigra en el Ministerio Público. De modo que ni yo mismo entiendo de dónde nació mi sensibilidad para la narrativa y, cosa más rara aún, para la poesía.

Deteniéndose en este contexto, no creo que a alguien le resulte extraña mi siguiente confesión: hasta los veintitrés años, más o menos, no pude ver con comodidad a dos hombres besándose. Fue gracias a la lectura de textos sobre sexualidad y género, a mi amistad con homosexuales y lesbianas, y a algunos espacios de verdadera libertad en la PUCP, que aprendí no solo a tolerar, sino sobre todo a respetar a los miembros de la comunidad LGTB.

Sin embargo, y esto lo digo con vergüenza, veintitrés años de educación machista no se borran de la noche a la mañana. Así que, a veces, me sorprenden algunas situaciones. Por ejemplo, la que implica el título de este texto.

Debido a la realización de mi tesis, he tenido que conocer a muchos historiadores. Algunos se han convertido en mis amigos; otros hasta me han dado trabajo; y muchos me han desconcertado por sus modos huachafos y su adicción al prestigio y el poder.

Y es sobre estos últimos que trazo estas palabras.

La tendencia que los unifica es muy conocida en el ámbito académico. No obstante, acá la detallaré brevemente por amabilidad al lector que desconoce este mundillo. Estos historiadores conforman un reducto de elitismo intelectual, exhiben un bobalicón sentido de aristocracia y postulan un rancio conservadurismo político. Estas particularidades son criticables, por supuesto; pero lo que más llama mi atención es su sucia doble moral. Casi todos ellos tienen vínculos con el ala dura de la iglesia católica, se llenan la boca de una ética rigurosa que defiende la familia tradicional y “los valores cristianos”, y hasta se manifiestan abiertamente homofóbicos.

Sin embargo, son homosexuales.

Y aquí cabe mi pregunta: ¿por qué hay tantos homosexuales entre los historiadores limeños de la clase alta?

La hipótesis del corsé
No soy sociólogo ni politólogo. Tampoco psicólogo ni antropólogo. A lo mucho me declaro como un bachiller que procura convertirse en tinterillo con licenciatura, un escribidor con más oficio que talento, y un devoto de la obra de Chuck Jones. También soy algo más: soy de los que saben que poner juntas tantas palabras que terminan en “logo” afean un texto, y sin embargo eso me importa un perejil.

Ahora bien, señalo mis limitaciones por un simple motivo. Solo he podido lograr responder a la pregunta que anima este texto mediante la descripción de una imagen. Quizás los especialistas puedan proporcionar un marco teórico adecuado para este objeto de estudio. Quizás puedan levantar argumentaciones sesudas y atendibles. Por lo pronto, mientras espero que eso suceda, me aventuraré a presentar mi hipótesis, la cual he denominado La Hipótesis del Corsé.      

Para los historiadores a los cuales me refiero, el estudio de la historia conlleva en sí mismo un refinamiento semejante a un corsé femenino. Así, tras sus ternos de fino paño y sus camisas de marca europea, llevan pegado a la piel una maquinaria de telas y elásticos que los aprietan y reducen. Poco a poco, a medida en que se adentran en bibliotecas y textos antiquísimos, este corsé va ajustándolos cada vez más, obligándolos a expulsar en forma de oxígeno cada uno de los elementos que constituyen su masculinidad. Pasados los años (o tan solo los meses o días), este corsé les aprieta tanto que el último hálito de masculinidad se les escapa de los pulmones a manera de un delicado gemido.

Por supuesto, esto no impide que, por ejemplo, sigan comulgando los domingos y que renieguen públicamente de la ordenanza municipal contra la discriminación sexual.

¿Conclusiones?
Primero, de haberlos ofendido, pido disculpas a mis amigos y amigas de la comunidad LGTB. Les ruego tomar esto como lo que es: una humorada sobre gente dizque importante.  

Luego, una recomendación para los jóvenes historiadores. Si de pronto sienten la presencia del mencionado corsé, saquen fuerzas de donde no las tienen. Y, en vez de dejar salir el oxígeno de sus pulmones, griten el muy contemporáneo grito de reivindicación existencial: ¡¡¡¡FUUUUUUUUUAAAAAA!!!! (1) 

  
(1) Para aquellos que no conocieran la doctrina del FUA, los invito a contemplar este video: http://www.youtube.com/watch?v=SWOz-kIwDuU
   

lunes, 5 de septiembre de 2011

Oh pus Dei

Por Julio Meza Díaz
Parte de mi educación escolar la soporté en el colegio San Agustín. Eran los años de la violencia política, y esta se manifestaba en todos los espacios: entre tus amigos, ante los extraños y, sobre todo, cerca de los vidrios (pues si explotaba un coche bomba y te hallabas en el lugar equivocado, podías perder literalmente la cabeza). En ese contexto, un puñado de gente mononeuronal como los senderistas empezó a formar sus propios cuadros. El método no fue incendiar la pradera. Pero sí se usó fuego. A cientos de niños, niñas y adolescentes de las familias más acomodadas se les intentó calcinar su voluntad, su sentido crítico, su libertad. En muchos casos lo lograron, y el resultado lo podemos ver ahora: prendemos la tv y nos encontramos con los fantoches a través de los cuales habla el Opus Dei. Lo inquietante es que estos seres, sea como fuera que se les mire, no causan miedo ni aprensión, sino curiosidad[1]. ¿A qué situaciones los habrán sometido para llegar a ese estado? ¿En qué momento una única idea se apoderó de su cerebro y lo redujo a mera ceniza? ¿Por qué no ríen cuando se miran al espejo?
Señores y señoras de National Geographic, aquí tienen un tema para una buena investigación.
Contaba que estudié en el San Agustín. Allí tuve una educación católica severa y fui testigo de los modos en que funciona el Opus Dei. Por supuesto, no se me invitó a esa organización. Primero, porque mis papás nunca pagaron puntualmente las pensiones (y no terminaron de pagar jamás la de cuarto de media[2]). Segundo, porque mis papás no lucen apellidos ostentosos. Y por último, porque simple y llanamente mi familia y yo somos cholos. De modo que, gracias a Dios, nadie nos llamó a formar parte de ese club social… Perdón, de esa organización religiosa, quise decir.
Lamentablemente, esto no impidió que sufriera algunas de las torturas de las que estos curas obtusos son especialistas.
El jefe de normas te lo decía con claridad: “o vas al retiro espiritual, carajo, o desapruebas religión”. Y desaprobar ese curso no era vergonzoso, pero sí problemático. Te podía empujar a unas vacaciones de verano con clases de nivelación sobre la vida eterna, el gusano y el fuego imperecederos, y la zarza que arde en el desierto. Así que uno aceptaba, le pedí a su papá los 20 ó 30 dólares que costaba ir a una casa en el Rímac, y se persignaba. Sí, uno se persignaba, porque solo Dios podía ayudarte a salir de esa experiencia sin estrés postraumático[3].


Pese al pago que uno hacía, el servicio era deplorable. La comida no solo era escasa, sino también horrible y sucia. Dormíamos en un galpón de camarotes, en el que no había intimidad ni para soltarse una flatulencia. Al parecer los ensotanados habían leído muy bien los manuales de La Escuela de las Américas[4]: nos alimentaban mal, nos hacían dormir peor; y cuando ya mostrábamos las consecuencias de esos castigos, es decir, cuando nuestra conciencia había rendido sus armas, procedían a una actividad de corte surrealista.
Ingresábamos a una capilla en ruinas, apagaban las luces, nos ordenaban cerrar los ojos y comenzaba el sonido monocorde de un guitarra: pin pan pon pun-pun, pin pan pon pun-pun, pin pan pon pun-pun…
Una voz cavernosa susurraba: Imagina que suena el timbre de salida y corres alegre hacia el patio. Pin pan pon pun-pun. Hablas con tus amigos, haces la formación y sales a la calle. Pin pan pon pun-pun. De pronto, cuando cruzas la avenida, el carro de tu papá viene más rápido de lo usual. Pin pan pon pun-pun. Se le ha vaciado los frenos. Pin pan pon pun-pun. ¡¡¡Y pun!!! Mueres atropellado.
Recuerdo que, en ese momento, varios compañeros se lanzaron a llorar. Pero otros nos mantuvimos firmes: tal vez confiábamos en que los bomberos de nuestra imaginación serían tan eficientes como los de la realidad.
Pin pan pon pun-pun, continuaban la guitarra y la voz. Ahora estás viendo tu propio funeral. Tu mamá sufre sin consuelo, porque ha perdido a su hijo, y su esposo (es decir, tu papá) está en la cárcel. Pin pan pon pun-pun. “¡¡¡Noooo!!!”, gritaron más compañeros. Pin pan pon pun-pun. Sin que lo decidas, un remolino de luz te envuelve y te conviertes en polvo. Pin pan pon pun-pun. Y apareces de nuevo, pero esta vez en la sala de un cine. Pin pan pon pun-pun…
–Ojala esté dando la de la Cicciolina y el burro –me dijo Carlos, mi amigo de por aquel entonces, y yo deseé que pasaran Bajos instintos o, por lo menos, Luna de hiel.
Pin pan pon pun-pun. Estás solo en el cine, acomodado en una butaca. Pin pan pon pun-pun. Y en la pantalla se proyectan… Pin pan pon pun-pun. Se proyectan cada una de tus acciones buenas. “¡¡¡¡Ooohhh…!!!!”, suspiran los amanerados. Pin pan pon pun-pun. Pero estas no son muchas. Pin pan pon pun-pun. Y la sala de cine se llena de todas las personas que has conocido en vida. Pin pan pon pun-pun.
–Uy chucha… –dice Carlos. Y en mi cabeza, al lado de mi butaca, veo a mi vecina de nariz respingada y piernas largas, Claudia, quien, a través de mis cortinas, despertaba movimientos furiosos de mi diestra. 
Pin pan pon pun-pun. Y en la pantalla están ahora… Pin pan pon pun-pun. Ahora tus malas acciones. Pin pan pon pun-pun. ¡¡¡Tus malas acciones!!! “¡¡¡¡Perdóname, Dios!!!!”, claman gargantas temblorosas. Pin pan pon pun-pun. Carlos ha hecho una mueca de espanto. ¡¡¡Tus malas acciones!!!  Y yo veo como Claudia me ve en pantalla grande y a todo color viéndola por mi ventana, mientras... Pin pan pon pun-pun. Mientras va y viene el mundo. “¡¡¡¡Perdóname, Dios!!!”.  Va y viene como un péndulo. Pin pan pon pun-pun. ¡¡¡Tus malas acciones!!! Va y viene con suavidad gracias a las cremas de mamá. Pin pan pon pun-pun. “!!!No me perdones, Dios!!!”. Va y viene con rapidez porque Claudita se agacha a recoger la pelota de vóley. ¡¡¡Tus malas acciones!!! Va y viene y parece que a Claudita le gusta que esté a punto de venirme. Pin pan pon pun-pun. Y por esas malas acciones te espera… Me vengo, que me vengo, que me vengo. Te espera el infierno. ¡¡¡El infierno!!! “¡¡¡No tengo perdón!!!”. Ahhh... ¡¡¡El infierno!!! Pin pan pon pun-pun.
Se encienden las luces. Como buen Meza Díaz, siempre cargo un pañuelo en el bolsillo. Me seco, y me invade la culpa. Carlos está de rodillas, pidiendo por el consuelo eterno. Emergen varios curas de la sacristía, se acomodan tras unos confesionarios de miniatura y aguardan. Mis compañeros corren en estampida a vomitar sus pecados. El primero de la clase trata de ser el primero hasta en la carrera para evitar el infierno. Se queda hora y media hablando con un cura. Carlos demora un poco más, porque al cura que le ha tocado le parece desconcertante la historia de la Ciccolina y el burro. La culpa me está aplastando. Pero se supone que Dios lo perdona todo. ¿O no?
De esa experiencia rescato algunas conclusiones. Primero, Dios lo perdona todo, incluso la humectación de su casa. Segundo, los curas a veces no perdonan (el que me escuchó la confesión me sacudió el rostro de una cachetada). Por último, de lo que disfruto es de una parafilia aún no clasificada[5], la cual, según mi psicóloga, sería un interesante tema de análisis para National Geographic.
Años después, cuando había terminado por fin mis estudios de derecho, caminaba por la avenida San Borja Sur, dirigiéndome al cumpleaños de un amigo poeta. De pronto, en la vereda se dibujó la silueta de un sujeto que, pese a su juventud  y el terno elegante que vestía, arrastraba los pies como quien carga una cruz de granito. Era Carlos, mi viejo amigo. Nos abrazamos, recordamos nuestros apodos e iniciamos el recuento de lo que habían sido nuestros días hasta ese momento. Le solté mis pequeños logros y grandes tristezas. Él me detalló sus triunfos económicos y su derrota sentimental. Se había sumado al Opus Dei luego de ese nefasto retiro espiritual, se casó con la hija de un antiguo miembro de la obra y consiguió un enorme capital de trabajo: el mencionado suegro era el importante directivo de una minera. Todo iba a la perfección, pero Carlos nunca pudo olvidar a la Ciccolina y el burro. Sobre todo al burro. Hubo un escándalo. Lo maldijeron. Perdió sus comodidades. Se volvió en menos que cero. Sin embargo, fuerzas invisibles lo seguían obligando a su matrimonio infeliz.
–Opus Dei significa obra de Dios –me dijo, presionando la quijada–. Pero el Opus Dei no es eso. Es lo peor de Dios.
–…
–Es el pus de Dios.   
Intercambiamos números de celular, pero sabíamos que nunca nos buscaríamos. Le di un apretón de manos y me retiré pensando que, quizás, sería justo comprar una vieja iglesia del Opus Dei para proyectar en ella Bajos Instintos o Luna de Hiel o La Ciccolina y el burro o Las colegiales y el mango del martillo o…



[1] Llegué a esta conclusión gracias a una larga charla con mi amigo Renzo Honores. Desde acá, un abrazo de agradecimiento.
[2] Si algo me enorgullece de haber estudiado en el San Agustín es justamente eso: no terminé de pagar las pensiones que adeudaba de cuarto de media. Quinto lo estudié en un precario colegio de la avenida Arequipa (colegio en el que fui feliz), y mi papá recurrió a la argucia criolla para sonsacarles a los curas mis certificados de estudios. Los curas creyeron que les pagaríamos en unos meses. Ya han pasado más de catorce años. La deuda ha prescrito. Estimado padre director del colegio San Agustín, uno de estos días paso por el banco para hacerle un depósito de billetes del Monopolio.  
[3] He sido testigo de la mutación que puede ocasionar el trance del retiro espiritual. Tuve compañeros que, al volver a casa, empezaron a comportarse como Rambo o Gollum.
[4] La Escuela de las Américas es la institución creada por EE.UU. que se volvió famosa por diseñar el Plan Cóndor. Gracias a esta escuela hemos tenido en Latinoamérica personajes tan asquerosos como Pinochet, Videla o, en nuestro país, Vladimiro Montesinos.
[5] A los señores y señoritas encargados de hacer listas de rarezas sexuales: por favor, no olviden incluir la mía y, si es posible, bautícenla con mi nombre. Gracias.




martes, 23 de agosto de 2011

El Mensaje Divino


(Este cuento lo publiqué en mi primer libro, Tres Giros Mortales. Ahora lo comparto con ustedes con el siguiente añadido: está dedicado al Cardenal Juan Luis Cipriani).

Agotado por el trajín del viaje, el Sumo Sacerdote se acercó a la ventana de su lujosa habitación de hotel: bajo el sofocante sol de verano, la plaza central mostraba árboles densos y jardines bien cuidados; los carros avanzaban insertos en un tráfico tedioso; los edificios antiguos destacaban frente a las construcciones de vanguardia haciendo de la zona una miscelánea arquitectónica. Más allá, tras policías de firme semblante, una masa de gente multicolor aguardaba con expectativa su pronta aparición. “Todo lo que hacen por el perdón de sus pecados”, pensó el Sumo Sacerdote, moviendo la cabeza de un lado a otro. De repente, unos golpes de nudillos llamaron su atención, y se volvió hacia la puerta, por donde ingresaba su acompañante, el Obispo.

–Disculpe, Sumo Sacerdote, si interrumpo sus reflexiones –dijo,  ejecutando un ademán reverencial.

–No se preocupe. Estaba ojeando a la multitud. Dígame, ¿qué desea?

–Soy portador de una noticia que lo sorprenderá.

Con siete décadas a cuestas, el Sumo Sacerdote no se sorprendía por casi nada. Había recorrido el mundo varias veces, tanto en sus años de laico como en sus recientes días, en los que estaba a la cabeza de La Iglesia. En estos viajes, como un aventurero de profesión, había visto de todo, desde sociedades muy modernas, hasta comunidades ancladas en el primitivismo. Pero sus ojos no solo contemplaron lo vasto, sino también detalles sui generis: rarezas humanas (niños bicéfalos, castratis lujuriosos, ancianos zoomorfos, etcétera) que las personas le enseñaban con orgullo.

–¿Y cuál es esa noticia? –preguntó el Sumo Sacerdote.

–Le he traído un cura que transmite la palabra de Dios –respondió el Obispo, entusiasmado.

El Sumo Sacerdote se mantuvo imperturbable. Debido a su investidura, estaba acostumbrado a que, en cada lugar al que llegaba, le presentaran hombres o mujeres que eran, en apariencia, capaces de obrar milagros. Aún recordaba a la vieja histérica que aseguraba llorar sangre, y al tipo de retórica ostentosa que prometía curar la ceguera con legaña de perro. Por supuesto, ambos casos resultaron ser un fraude, como los muchos que había tenido que observar. Y ahora, sin ninguna duda, aquel cura sería de la misma calaña de esos charlatanes.

–¿No sería mejor dejar lo del Cura para después? –dijo el Sumo Sacerdote.

–No. Le prometo que no se arrepentirá.

–Hmmm…

–Verá algo grandioso.

–Está bien. Hágalo pasar. Pero dígale que sea breve.

–Gracias –dijo el Obispo y, con un gesto rápido, llamó a su secretario para que trajera al Cura.

Mientras esperaba, el Obispo se sintió en las nubes. Luego de tres décadas de búsqueda, había encontrado por fin un prodigio. Se arregló la sotana y respiró hondo: se imaginaba las felicitaciones de sus colegas. “Lo he logrado”, pensó. “He conseguido un verdadero milagro”.

–Y dígame –mencionó el Sumo Sacerdote–. ¿Cómo habla Dios a través del Cura?

–Es algo extraño –soltó el Obispo, con una sombra de vergüenza en los ojos–. Dejaré que él mismo se lo explique.

A primera vista, el Cura no lucía ningún rasgo especial. Como cualquier  persona de su edad, tenía una calvicie extendida, un rostro atravesado por arrugas, y el vientre henchido y esponjoso de los cerveceros. Sus ropas eran un hábito marrón y una cuerda de gruesos nudos que hacía las veces de correa. Aunque el Obispo le había invitado a sentarse, permanecía en una postura de militar en formación. Inexplicablemente, aguantaba el aliento presionando los labios con fuerza.

–A ver tú –dijo el Sumo Sacerdote–. ¿Cómo haces entrever los deseos de Dios?

El Cura se acercó al Obispo y le soltó algunas palabras en la oreja. De inmediato, el Sumo Sacerdote alteró su semblante. Si había algo que no soportaba era el chisme. Como sombras por la tarde, este se expandía por varios sectores de La Iglesia. Más que un lugar de reflexión, la Sagrada Sede era una olla de grillos. Los correveidiles abundaban (especialmente en los grupos de poder), y se expresaban de la misma forma en que lo hicieron el Cura y el Obispo: entre susurros.

“Maledicentes. Perversos. Infames”, sentenció el Sumo Sacerdote, y escupió: –¡Cuál es el chisme!

–Ninguno –trató de calmarlo el Obispo–. Sucede que el Cura aún no está preparado.

–¡¡¡¿Acaso necesita de inspiración?!!!

–No. No es eso.

Rascándose la barbilla, el Sumo Sacerdote empezó a caminar por los bordes de una alfombra. Su impaciencia se dilataba, y un tic alborotó sus párpados. Sentenció: el Obispo era un ingenuo. “¿Cómo lo había engañado el Cura? ¿Cómo no se daba cuenta del fraude? ¿Cómo lo había traído? ¿Cómo podía ser tan estúpido?”.

–Es usted un estúpido –le disparó el Sumo Sacerdote al Obispo. Y, fastidiado por su incontinencia, agregó: –¿Por qué me ha traído al Cura?

–Se lo reafirmo: el Cura es un intermediario de Dios.

El Obispo se sintió salpicado por la humillación. Sin embargo, no se arrepintió de su búsqueda de manifestaciones concretas de Dios, pues había asumido desde hacía mucho que era su sentido de vida. “Quizás sería mejor ser menos afanoso”, reflexionó. “Además de apurar al Cura”. Y, con voz grave, le dijo: –¿Por qué Dios no se pronuncia de una buena vez?

El Cura abrió la boca de par en par, pero no articuló una sílaba. Como si fuera un poseso, incrustó la mirada en el vacío. Una excitación creciente lo atrapó: bailaba algo semejante a una danza báquica. Agitaba sus brazos y piernas con ritmo vertiginoso, tiraba su cabeza para adelante y atrás, parecía recibir latigazos invisibles. En medio de su trance, soltó un murmullo: –Ya viene. Ya viene.

Con la cabeza latiéndole, el Sumo Sacerdote hirvió de enfado. “Este Cura es un sinvergüenza. ¿Quién se creía para venir ante mí y bailar como loco?”, caviló. “¿O es un payaso?”. Apelando a sus escazas fuerzas, tiró del hombro del Cura y lo emplazó con un grito a volver en sí. El Cura ni se percató. Estaba sumergido en el vértigo. “Ni siquiera es gracioso”, pensó el Sumo Sacerdote. “¡Este Cura maldito no se ganaría la vida ni en un circo!”.

–¡Basta! ¡¡¡Esto es estúpido!!!

–Se equivoca –intervino el Obispo–. Lo que ve es parte del milagro.

Sin mover una ceja, el Obispo mantenía un rostro firme como piedra. Al igual que el director de una puesta en escena, observaba con atención los sucesos, pero no soltaba ningún comentario al respecto. Estaba seguro de que, de un momento a otro, se realizaría el milagro. “Cuestión de minutos”, pensó. “Y ahí veré la cara del Sumo Sacerdote”. Satisfecho, cruzó los brazos.

El Cura, siguiendo unas pautas incomprensibles, detuvo su baile. Estaba cansado: sudaba copiosamente y sus piernas se doblaban. Luego de lanzar un suspiro, se acuclilló, recogió su hábito y se quitó la ropa interior.

–Pero… –se sorprendió el Sumo Sacerdote–. ¡¡¡Qué hace!!!

–Cálmese –dijo el Obispo–. Es el milagro.

Pasmado, el Sumo Sacerdote se llevó la mano al pecho. Un rayo proveniente del núcleo de su ser le provocó dolores agudos. Mientras sus brazos endurecían como yunques, un sudor frío le traspasaba el cuerpo y un mareo incontrolable le hacía temblar. El Obispo se alarmó y acudió en su ayuda.

–¿Le ocurre algo? ¿Desea un vaso con agua?

–No, estoy bien… Pero, ¿qué diablos sucede?

–Cálmese, por favor.

“No, esto no es verdad”, pensó el Sumo Sacerdote, dejando caer la mandíbula. “¡El Cura está desnudo!”. En muchas ocasiones, había observado a embaucadores que prometían cualquier magia, con tal de ser señalados como realizadores de milagros. Le habían dicho, entre otras cosas, que podían convertir el agua salada en un líquido bebible, que eran capaces de hacer conversar sobre cualquier tema a dos caballos chúcaros, y que, en el exceso de lo imaginable, sabían la forma de lograr el embarazo en un hombre. Obviamente, todo era falso. Pero ninguno de los mentirosos, aun los más avezados, se había bajado los calzoncillos para intentar lograr su cometido.

El sacerdote pujó con fuerza y soltó un sonoro pedo.

–¡¡¡No puede ser!!! –gritó el Sumo Sacerdote. Con velocidad desbocada, algo no paraba de latir en su interior–. ¡Esto es un escandalo!

–Todo está bajo control –dijo el Obispo–. Ya ha iniciado el milagro.

“No he visto algo semejante ni en Flandes”, concluyó el Sumo Sacerdote. En sus viajes por los cinco continentes, había observado a miles de poblaciones. Todas, más allá de sus inherentes particularidades, tenían algo en común: los defectos que naturalmente acarrea el ser humano. Pero, además de esta constante, encontró una realidad que en un principio lo horrorizó, pero que luego vio como cualquier simpleza. En cada uno de los parajes del ancho orbe, siempre había un individuo de cuerpo y/o espíritu extranaturales. Él, como un científico, los examinaba con calma (veía si funcionaban sus tres ojos, si eran capaces de seguir matando luego de eliminar a su familia o si podían andar pese a no tener miembros superiores ni inferiores, por ejemplo) y, finalmente, los echaba de su lado, porque no mostraban nada nuevo. Pero este Cura, de comportamiento tan agraviante, lo había dejado en verdad estupefacto: era un completo anormal, porque, persiguiendo la ejecución de un milagro, se había lanzado otro pedo y ahora empezaba a cagar.

El Sumo Sacerdote hizo un gesto de amargura indescifrable y, señalando la puerta de salida, gritó: –¡¡¡Largo de aquí, Cura asqueroso!!!

Vistiéndose con dificultad, el Cura dio algunos pasos y resbaló. En seguida, se puso de pie y continuó su camino.

–Y tú –gritó el Sumo Sacerdote, dirigiéndose al Obispo–. Da por hecho que tu carrera religiosa ha terminado.

–Perdóneme, por favor, Sumo Sacerdote –murmuró el Obispo, y se retiró a su aposento con paso triste.

***
Tratando de relajarse, el Sumo Sacerdote se asomó de nuevo por la ventana. “Cura de mierda…”, reflexionó, “Me ha producido hincones”. En la plaza central, los jardines se mostraban manchados por unas rectas y círculos marrones; pese a que el semáforo indicaba luz verde, los carros se habían detenido y formaban una congestión de varias cuadras; en los edificios, había pequeñas caras congeladas en un gesto atónito. En medio del bullicio, la masa de gente corría espantada por las calles. “¡Dios mío! ¡Pero qué sucede!”, se impresionó el Sumo Sacerdote y, cuando aguzó la vista, sintió que en su tórax algo estallaba.
***
En la plaza central, dominado por la voluntad de Dios, el Cura trazó con los desperdicios de su vientre, que salían de su trasero de un modo industrial, varias palabras de dimensiones gigantescas. Solo desde una altura pronunciada (un helicóptero en vuelo, el último piso de un rascacielos, un mirador ubicado en la cumbre de un cerro, etcétera) pudo leerse la información divina: como dijo Mc Luhan, el medio es el mensaje.

jueves, 4 de agosto de 2011

¿Entre acostarme con Bayly o matar a mi vieja?

Por Julio Meza Díaz

No sé si lo que sigue es conocido por todos: publicar en las llamadas “editoriales jóvenes” cuesta, y a veces cuesta mucho. A mí me costó 1850 dólares publicar mi novela, Solo un punto[1], mediante una de esas editoriales. Confieso que no fue un buen negocio; y que, en términos económicos, hubiera sido mejor comprarme un par de Ticos de segundo o tercer uso e iniciar un negocio de taxis. Yo hubiera manejado uno de los carros, y el otro lo alquilaba a puerta abierta[2].

He estudiado Derecho, y, paradójicamente, gracias a mi carrera he podido escribir. Y no digo esto por lo que quizás algunos piensan: que de cuando en cuando gano dinero con el Derecho y, con mis ahorros, me encierro durante una temporada a ejercer mi vocación literaria. No. Eso no existe. Cuando ingresas a la maquinaria del Derecho solo vives para él y por él. El resto es secundario, y se podría decir que dentro de lo secundario la literatura pasa al más ínfimo nivel. El Derecho me ha ayudado a escribir porque, en todas las oficinas en las que he estado, mis jefes (y ahora amigos) han sido tan amables que siempre me han regalado tiempo para lo mío. Es decir, yo he recibido sueldos no solo por tinterillo, sino también por escribidor.

El año 2010, sin embargo, no tenía un empleo y mi situación económica era precaria. Para terminar de pagar los 1850 dólares me había prestado dinero de amigos y enemigos, y todos ellos empezaban a estrechar lazos y formar una asociación con un único fin de lucro: cobrarme en metálico o, por lo menos, en biológico. (Y esto no es broma: porque uno de mis acreedores tenía una abuelita que estaba enferma y, en una ocasión, deslizo la idea de que podía pagarle en sangre contante y sonante[3]).

Mi esperanza era la venta de mi novela. 25 soles por 500 ejemplares daba como resultado una cifra con la que podía cumplir con mis deberes. Pero dura es la realidad, más dura que el granito o la cabeza de un fujimorista. De esos 25 soles, 19% va a las arcas del estado, 40% a las de la librería, y no recuerdo cuanto a las de la editorial. Para mí era un mínimo por ciento que no me sirvió más que para realizar un acto que pretendió inútilmente blindar mi autoestima. Les compré caramelos a casi una docena de esos jóvenes que suben a las combis con una historia patética y su mercadería dulzona. “Por lo menos no estoy tan mal como ellos”, pensaba, pero un amigo economista me devolvió al suelo con un ladrillazo en la nuca. Luego de hacer unas tablas, me dijo: “cualquiera de esos jóvenes podría pagar tu débito en unos 5 meses aproximadamente”. De inmediato me miró a los ojos como quien ve tierra desde una Carabela, y añadió: “¿Y si te dedicas a eso?”.

Mi situación era desesperada. Por suerte tenía un pequeño trabajo con un profesor de Derecho, Carlos Ramos; de modo que con ello podía pagarme mis gastos diarios. Lo demás siempre ha sido una amabilidad de mis padres. Tengo 30 años, y aún vivo con ellos y como en su mesa y duermo en su casa. ¿Alguna soltera, divorciada o viuda de la clase alta limeña quiere casarse conmigo?[4]

 Ante semejante contexto, un amigo me recomendó que diera ejemplares de mi novela a todo crítico, escritor, periodista u advenedizo que tuviera alguna vinculación con la literatura. “Quizás”, me dijo, “alguien te publica gratis tu novela en una segunda edición y así ganas algo de dinero”. Lo miré sorprendido por su optimismo, y mi amigo añadió: “Mira, Julito, lo último que se pierde es la esperanza. Yo pensé que mi abuelita moriría, pero parece que con tu sangre su estado de salud ha mejorado”. Lo volví a mirar sorprendido. Pensé en su abuela, en el humus, en un árbol frondoso, en la limpieza de la atmósfera; y pude respirar tranquilo.

Seguí el consejo de mi amigo. Antes de publicar mi novela, algunos profesores y artistas me habían ayudado. Entre ellos, Carlos Gatti, Eduardo Huarag, Eduardo Hopkings, Carlos Ramos y José Javier Castro. Luego de obsequiar ejemplares de la novela, otros nombres se sumaron a ellos: Ricardo González Vigil, Alexis Iparraguirre, Elton Honores, Wilfredo Ardito, Daniel F., Daniel Salvo, Carlos Saldívar, Carlos Morales y etc., etc. Y no tengo motivo para negarlo: todos han sido muy amables, y algunos se han vuelto mis amigos, aun con las dificultades que ello implica; es decir, mis despistes, mi sentido del humor socarrón y a ratos perverso, y mi dificultad para dejar de ver el mundo desde un cristal maniqueo (a mi favor puedo decir que he venido trabajando duramente en la superación de este terrible defecto).

Es cierto, mi situación cambió para mejor; me sentí acompañado, y ser pobre y acompañado es casi como no ser pobre. Y lo digo y no en el sentido idealista: a más amigos, más posibilidades de pagar tus débitos (y de tener más acreedores, por supuesto).

De pronto, pese a que no fueron muchos los aplausos, un bichito bobo me picó: la vanidad. Entonces, me dije: “Si no consigo dinero, por lo menos saldré en los periódicos”. Y eso procuré, pero a los pocos días regresé en picada al barro: no es difícil salir en los periódicos si has escrito una novela regular; pero jamás tendrás la atención completa de los periodistas limeños si antes de publicar no te acuestas con Jaime Bayly o matas a tu madre a cuchilladas. Confieso que cuando me percaté de esto reflexioné sobre mi identidad de género y observé a mi linda madre con ojos aviesos.

No pasó mucho y concluí que solo los tontos creen que la literatura es una disciplina guiada por la vanidad. Si quieren alimentar su vanidad, gozar de una vida de dandis, acumular poder y dejar su huella en la historia, pues dedíquense al Derecho. Solo en este ámbito ocurren verdaderas maravillas: se le dice “doctor” a quien ni siquiera tiene estudios de maestría; se puede trabajar defendiendo a una minera y llevar con su propia plata una vida de lujos imposibles; se hace y deshace mediante leyes compradas por lobbies; y se da ejemplo de vida entregando décadas de teoría a la defensa de los principios del derecho, pero ejerciendo en la práctica como empleado del sátrapa de turno.

¿Qué ganas en el Perú con la literatura como máximo? Pues una cátedra en EEUU o la Unión Europea, que incluye muchas veces el desarraigo y el desorden melancólico de la familia.

Soy consciente que ninguna ley me ha obligado a escribir, que nadie me obligó a publicar y contraer deudas, que mis libros no cambiarán el mundo ni se venderán como cocaína los sábados por la noche, que no podría mantener un hijo si lo tuviera, que aunque no bebo ni fumo la gente cree estúpidamente que soy un vicioso porque escribo, que quizás nunca pueda escribir la obra que ronda con ferocidad en mis sueños. Sin embargo, hay algo de lo que estoy orgulloso: yo no doy de comer a los psicólogos, pseudo filósofos, adictos a las flores de bach, profesores del sexo tántrico, maestros del yoga contra estrés, vendedores de biblias y demás charlatanes que rodean con sus analgésicos el centro empresarial del importante distrito limeño de San Isidro. No. Yo tengo un sentido de vida: el ejercicio mismo de la literatura; ejercicio que, quizás, despierte el mismo sentido en otros. Si tú también gozas de este sentido o de otros igual de nutrientes, pues alégrate. Dispones de un verdadero lujo en este chato mundo del hedonismo.

La literatura no paga. Pero la vida sí. A fines del 2010 gané un premio de poesía que venía con una recompensa económica. Un familiar me dijo: “el dinero que te han dado lo gana un empresario en un par de horas”. Lo miré como quien mira a una piedra, porque él era una piedra. El dinero me alcanzó para pagar mis débitos y para salir de viaje por el sur del Perú y llegar hasta Bolivia.

Hace pocos días he terminado un nuevo libro.


[1] Editorial Mesa Redonda, 2010.
[2] En Lima, el alquiler “a puerta abierta” consiste en dar a un chofer el uso para taxi de un vehículo a cambio de 50 ó 60 soles diarios. El chofer debe presentarse una vez al día donde el propietario para hacer el pago correspondiente y dar a conocer el estado en que se encuentra el vehículo. Algunos propietarios alquilan su vehículo a dos choferes diferentes, dividiendo el día en dos turnos.
[3] Por supuesto, yo le dije que sí. Me sacaron la sangre y a los pocos días me enteré de que las personas que han sufrido de hepatitis no pueden donar ni fluidos ni órganos. Estimado amigo, estoy seguro de que no fue por mi culpa que murió tu abuelita. En todo caso, ella era creyente y Dios ahora la tiene en su gloria.
[4] Lo siento, Pamelita de mi vida, pero te juro que solo me casaré con la opción más añeja. De modo que caducará pronto, y los dos gozaremos de una abultada herencia. No por gusto dicen por ahí que gallina vieja da buen caldo.