miércoles, 29 de junio de 2011

No me gusta el fútbol


Por Julio Meza Díaz
 
Lo confieso: no me gusta el fútbol; ni verlo ni jugarlo. ¿Por qué no me gusta verlo? Porque, simple y llanamente, no me gusta, como a otros no les gusta leer una novela, correr una maratón o volar una cometa.

Algunos me soltarán la versión trastocada del argumento del Chavo del Ocho: “es que no le tienes paciencia…”. Ante semejante frase, quiero dejar constancia que, a causa del fútbol, perpetré el siguiente ejercicio antinatural: quise que me gustara algo que no me gustaba. En un colegio de hombres, el hecho de que no siguieras el campeonato interno y varios del extranjero era motivo de sospecha de homosexualidad (y, por ende, razón fundada para que te cayera la violencia de la divinidad machista). De modo que, apenas ingresé al San Agustín, gasté varios meses de mi infancia viendo fútbol los domingos e incluso me sometí a la tarea de revisar puntualmente la sección de deportes que venía (y supongo que viene aún) con El Comercio. Nunca tuve días más aburridos. Sin embargo, saqué una conclusión de ellos: si de un tema tonto no sabes, di tonterías y parecerás erudito en la materia. Desde tercero de primaria hasta el día de hoy, converso sobre fútbol como el más informado. A los taxistas les invento épicos partidos de peruanos versus españoles en el siglo XVIII y de peruanos versus chilenos en el siglo XIX; a mis familiares les hablo sobre los campeonatos en Nigeria, Nepal o Sri Lanka; a los apasionados les tiro de la lengua y dejo que hablen y hablen y hablen, mientras añado, de rato en rato, “estoy de acuerdo” o “no me parece lo adecuado” o “¿qué piensas al respecto?” (admito que esta última técnica la he copiado de los psicólogos clínicos). En fin… He pasado desapercibido hasta ahora. Pero ya es momento de decirlo: la presión social me ha empujado a tomarle el pelo a medio mundo (salvo a mis muy cercanos, por supuesto); y tan mal está la burla soterrada que acometo sobre los despistados, como la intolerancia a la cual estamos expuestos los que no gustamos del fútbol.

¿Y jugarlo? Tampoco me gusta. Porque, cuando uno lo hace, no falta el conocido o desconocido que te exige a gritos: “ponle huevos, carajo” o “patea como hombre, con-cha-tu-madre” o etc., etc., etc. Y el problema no acaba aquí. Si de pronto te animas, y le “pones huevos” y/o “pateas como hombre”; es muy probable que alguien del equipo contrario te agarre inquina y, justificándose en el calor del encuentro futbolístico, te meta una zancadilla, te lesione una pierna de un puntazo o te meta el codo hasta desinflarte los pulmones no solo de aire, sino también de smog.[1]

La última vez que jugué fútbol (o más bien fulbito[2]) fue en el año 2003. Ocurrió en verano, en la sede de playa del Club El Bosque. Primero me exigieron huevos. Puse huevos, entonces. Luego alguien me hizo un foul (uno tan violento que, de haber un eficiente aparato estatal de justicia, habría llevado la notitia criminis a la fiscalía para que abriera investigación preliminar por tentativa de homicidio). Como es costumbre en estas lides, resoplé mi dolor sin quejas y me puse en pie. De inmediato me debatí entre vengarme sobre el individuo o la colectividad: opté por lo último. Tomé la pelota con las manos y le estrellé tal patada que la pelota atravesó el muro de malla de las canchas de fulbito, el muro de cemento del club y terminó en una playa donde la Constitución Política del Perú sí se respeta y no hay mallas ni muros.

Acometida la venganza, miré fijamente a los nueve muchachos que habían jugado conmigo y, luego de unos segundos de tenso silencio, escupí al modo del personaje que encarna Clint Eastwood en el western titulado The Outlaw Josey Wales. Les juro que, en pleno siglo XXI y en el kilómetro cuarenta y tantos de la panamericana sur, tuve la sensación de estar a punto de cometer una sangría descomunal, al modo de los vaqueros ermitaños que, en el lejano oeste, arrasan con los delincuentes de un bar por haber maltratado al indefenso pianista.

Pero tomarse la ficción en serio trae graves problemas (fíjense en El Quijote, por ejemplo). Así, cuando busqué la pistola en el cinto, me hallé con la cruel realidad: no tenía cinto, ni mucho menos pistola. El género cinematográfico varió drásticamente: de sentirme Clint Eastwood pasé a sentirme Woody Allen, cuando, encarnando al protagonista de Sleeper, y luego de tratar de defenderse con una pistola que, para su sorpresa, solo disparaba un cartelito que decía “bang”, es perseguido por una multitud de científicos y soldados furiosos. Los nueve muchachos me persiguieron con la decidida voluntad de hacer llegar mi sangre al río (o al menos al mar), pero no contaron con una vocación que hasta entonces yo mismo desconocía en mí: la de maratonista.

Gracias a aquella experiencia, desde hace tres años (puesto que ahora dispongo de mayor tiempo libre) no he dudado en elegir, entre el ramillete de ejercicios físicos, el sano hábito de correr interdiario cuatro kilómetros con ochocientos metros.

Paradójicamente, y pese a todo lo anterior, al fútbol le debo una gracia. Y lo que sigue se lo comenté al fallecido narrador y ensayista, Carlos Eduardo Zavaleta. Estábamos en su departamento de Miraflores mi amigo Carlos Saldívar y yo. De pronto, a razón de esos laberintos verbales al que uno ingresa cuando el diálogo es fluido, emergió el tema del fútbol. Le confesé que no me gustaba, pero que, cuando la mayor parte de la población es hipnotizada ante la T.V. por algún partido de la selección nacional, yo aprovecho para salir a pasear por las calles vacías del centro de Lima. Y aquí me permito una digresión: pocos saben lo bella que es Lima sin su ajetreo diario; lo bella que es por la suave melancolía de su horizonte gris luminoso, por los trazos de sus edificios que no son de burócratas de la metrópolis ni de limeños extintos como los Julio Ramón Ribeyro o los Alfredo Bryce Echenique o los Jaime Bayly. Por suerte, Lima ya no es de ellos. Lima es mía, tuya, nuestra. Y me gusta disfrutarla en silencio, como quien disfruta el triunfo caminando sobre lo que fue el campo de batalla[3]. Esta gracia jamás sería posible sino por el fútbol y sus aficionados y adictos.

Carlos Eduardo Zavaleta me dijo: “allí tienes un cuento”.

“Glup”, hice yo. Porque Carlos Eduardo Zavaleta, uno de nuestros principales cuentistas, me dijo lo que me dijo. Y pongo a Carlos Saldívar de testigo[4].

Conversando sobre estos temas, otro Carlos, mi amigo Carlos Morales Falcón[5], arguyó en defensa del fútbol que, como cualquier otro deporte, forma carácter.

Yo le respondí: “no me importa si forma carácter o no, pero te imaginas si clasificamos al mundial… ¡El Congreso no solo estaría lleno de voleibolistas sino además de futbolistas! ¡¡¡Tendríamos el Poder Legislativo con más posibilidades de campeonar la Olimpiada de Miembros de los Poderes Legislativo del Mundo[6]!!!”.

Y creo atendible esta pregunta: ¿requerimos de tantos deportistas en el Congreso? En el Congreso que nos espera a partir del 28 de Julio estarán las ex voleibolistas: Gaby Pérez del Solar (Alianza para el Gran Cambio), Cenaida Uribe (Gana Perú), Leyla Chiuan (Fuerza 2011) y Cecilia Tait (Perú Posible). Digo, temiendo ser acusado por discriminación: ¿no hubiera sido mejor tener a Henry Pease de congresista? Antes de las elecciones, en una nota del diario El Comercio, Cecilia Tait se refirió de este modo sobre las voleibolistas que tentaban una curul: “creo que nos subestiman”[7]. Y añadió: “[prefiero] que entren más deportistas al Congreso, porque ya hay bastantes abogados e ingenieros y “cada uno tira para su lado””. Me parece un argumento endeble el de Cecilia, pero al fin y al cabo argumento. El problema es que líneas arriba, en la misma nota, se recogen estas palabras suyas: “Cenaida Uribe se ha preparando cinco años estudiando para ser abogada porque quiere ser política de carrera”. ¿En qué quedamos, Cecilia? ¿No que ya hay bastantes abogados? ¿O es distinto un abogado o abogada a secas que un abogado o abogada ex voleibolista? En fin…

Pero vuelvo sobre el comentario de mi amigo Carlos Morales Falcón. Es cierto, el deporte forma carácter. Y sucede así cuando hay una mística y un respeto hacia su práctica. ¿Un ejemplo? Carlos me lo dio: el ex arquero de la selección nacional, Oscar Ibáñez. Este deportista jamás tuvo un lío que acaparara la prensa del espectáculo o la crónica roja, fue respetuoso de las normas dadas por sus Directores Técnicos (cuentan sus compañeros que Ibáñez prefería por motivos profesionales quedarse en la concentración antes que visitar a su familia), y ahora se dedica con éxito a lo suyo: prepara a los futuros arqueros que ojalá no solo hereden su técnica sino también su moral. Ibáñez es un verdadero deportista. Encuentra su sentido de vida en el deporte: lo ejerce en pos de su desarrollo personal y como ejemplo para la sociedad. No me cabe duda que, si el fútbol peruano tuviera más jugadores como Ibáñez, yo barajaría la posibilidad de verlo y, quién sabe, hasta de jugarlo.

Son extraños este deporte y sus implicancias. Los que no lo practican de un modo disciplinado se encolerizan con los que, como yo, los criticamos. Los que menos saben de él escupen violencia psicológica (e incluso física) sobre los que, como yo, no lo apreciamos. Mi amigo Gerardo Álvarez, historiador de la facultad de Sociales de la Universidad Nacional de San Marcos, ha dedicado al fútbol su tesis de licenciatura, su tesis de maestría (maestría que estudió en la COLMEX) y ahora su tesis doctoral (tesis que está escribiendo en la actualidad y deberá sustentar en el mismo COLMEX). Gerardo es una autoridad teórica sobre la materia, pero jamás me ha ofendido a causa de la distancia que siempre he marcado entre mi persona y el fútbol. Y es más, Gerardo es uno de mis mejores amigos. Por esto, intuyo que, si yo conociera a Óscar Ibáñez, haría buenas migas con él y hasta podríamos intercambiar apreciaciones sobre su profesión y otros temas.

No me gusta el fútbol. Quizás no por el fútbol en sí mismo, sino por los escasos de luces que lo practican, celebran y endiosan. Ellos no merecen mi respeto. Solo mi simple, llana y burlona tolerancia.


[1]La vida es irónica”, dicen los que saben; y parece que estos decidores saben bien lo que dicen. A mi enamorada, Pamela Santa Cruz, le encanta ver jugar fútbol. E incluso perteneció al equipo de su colegio. Somos humanos: nada es perfecto. Un beso, Pamelita. 
[2] Para los  no ignaros (como yo), aquí la explicación en bruto. Fútbol: deporte con 11 jugadores en cada equipo y una cancha de gras. Fulbito: deporte con menos de 11 jugadores en cada equipo y una cancha de cemento.
[3] Oído a la música, como diría Emilio Laferranderie “El Veco”: también me gusta la Lima ajetreada, intensa, atravesada de todos los colores. Y me muevo en ella como agua en el agua.
[4] Carlos Eduardo Zavaleta fue uno de los que, en la década del 50, hizo ingresar con fuerza la temática de la urbe en la narrativa peruana. Quizá él pensó que yo deseo continuar esa línea. Lo que no le dije es que yo también he leído (estoy seguro de que sin la profundidad que lo hizo él) a Faulkner, Hemingway, Dos Passos y demás anglosajones; y también lo he leído a él como a los escritores de su promoción. El caso es que no me siento identificado con ninguno de ellos. Me siento identificado, más bien, con Pinky y Cerebro. A Carlos Eduardo Zavaleta no le conté el resto de mi idea (porque es cierto, lo tengo pensando como una idea para un cuento). Y sigue así: mientras todos están viendo en T.V. un partido de la selección nacional, algunos científicos locos y yo lanzamos un rayo láser a través de las pantallas televisivas. Este rayo láser pulveriza a todos los televidentes y, luego de esta suerte de genocidio, los científicos locos y yo iniciamos una nueva época en la Historia. Nacería no el Super Hombre de Nietzche, tampoco el Hombre Nuevo de Karl Marx, sino un hombre mucho más perfecto que los anteriores. Nacería el Hombre No Futbol… (Disculpen mi arrebato de tinte fascista).
[5] Ante la presencia de tantos Carlos vinculados a este texto, averigüe a través de la modesta fuente de Wikipedia el significado del nombre “Carlos”. Al parecer “Carlos” es un nombre propio de procedencia germana y su significado sería “Hombre Libre”. ¿Cuál es el vínculo de esta precisión con el resto del artículo? No tengo la menor idea. Pero se ve bien que un artículo exhiba muchos pies de página, ¿no?
[6] Lamentablemente, esta olimpiada no existe. De lo contrario, nuestro Poder Legislativo serviría de algo.
[7] http://elcomercio.pe/politica/722995/noticia-cecilia-tait-sobre-voleibolistas-al-congreso-creo-que-nos-subestiman

sábado, 25 de junio de 2011

No le digan gusano a Alan García. (Respeten a los gusanos, por favor).

Por Julio Meza Díaz


Alan inauguraba en Lima un Cristo gigantesco para bendecir a todo el Perú, mientras en Puno representantes de “las fuerzas del orden” guiados por funcionarios de su gobierno disparaban a quemarropa sobre ciudadanos peruanos[1]. “Hipócrita” le dicen a Alán los mesurados. “Gusano”, le dicen los radicales. Yo me sumo a los primeros. A los otros les pido respeto. Respeto por los gusanos, por supuesto.

Recordemos que los gusanos (y al hablar de ellos me refiero a los de tierra) son seres muy importantes para la salud orgánica y mineral de nuestros suelos.

Carlos González Amezúa, especialista en temas ecológicos, explica su importancia: “Engulle la tierra, aprovechando la materia orgánica y expulsando el resto. De esta manera, al cabo del año ha removido toneladas de tierra, oxigenándola y disgregándola, dejando el suelo en óptimas condiciones para el desarrollo de las raíces de nuestras plantas. Pero aún hace más. Cuando la tierra no es lo suficientemente rica como para servir de plato único, la lombriz se ocupa de arrastrar hasta sus galerías restos vegetales de la superficie, con lo que va enriqueciendo lentamente el terreno. Paulatinamente, el terreno se va llenando de lombrices y haciéndose cada vez más rico, hasta llegar a constituir el llamado “humus de lombriz”, un cotizadísimo fertilizante producido por unos parientes de nuestra entrañable lombriz de tierra”[2].

De otro lado, cabe señalar recientes descubrimientos científicos que revelan una propiedad de los gusanos hasta hace poco desconocida: limpian la tierra contaminada de desechos tóxicos.


El diario El Mundo de España resaltó en una nota del año 2008 un descubrimiento de investigadores de la Universidad de Reading, en el Reino Unido: “Las lombrices de tierra devoradoras de metal permiten ayudar a las plantas a limpiar los suelos de la contaminación.

Por ello, estas lombrices podrían convertirse en una especie de 'eco-guerreros del siglo XXI'”[3].

Confirmando lo anterior, en un artículo de diciembre del año pasado, Antimio Cruz, periodista de ciencia y tecnología, reseña un estudio de científicos argentinos y venezolanos, en el cual se describe lo siguiente: “Cuando los científicos usaron directamente las lombrices para limpiar el suelo demostraron que, después de dos semanas, se redujo la concentración de arsénico entre 42 y 72 %, mientras que el mercurio fue removido entre 7.5 y 30.2 %. Este tipo de lombrices, que llega a vivir hasta 15 años pero muere si es expuesta al Sol, suele limpiar la tierra ya que la come mientras avanza y después excreta gran parte de esa tierra, pero limpia”[4].

No cabe duda, entonces, que los gusanos son importantes para nuestros suelos, en los cuales crecen los árboles que oxigenan nuestra atmósfera y, además, se cultivan los vegetales, tubérculos y demás plantan que alimentan y curan nuestros cuerpos.

De modo que… ¿cómo podemos llamarle gusano a Alán García? ¿Cómo podemos faltarles el respeto así a estos nobles seres?

No le digan gusano a Alan García. Para él hay otros epítetos más apropiado: hipócrita y etc., etc., etc…



[1] Inauguración del Cristo de Corcovado en Lima: http://www.youtube.com/watch?v=sa9XKuMojCw
Mientras se asesinaba en Puno: http://www.youtube.com/watch?v=1PSs73X70aY&feature=youtu.be
[2] http://www.proyectoverde.com/lombriz
[3] http://www.elmundo.es/elmundo/2008/09/12/ciencia/1221222757.html
[4] http://www.scribd.com/doc/55423311/Utilizan-lombrices-para-eliminar-contaminacion-con-metales-toxicos

lunes, 13 de junio de 2011

Palabras de presentación de Solo Un Punto

A inicios del mes de julio del año pasado, en el anfiteatro Armando Zolezzi, de la facultad de Derecho de la PUCP (anfiteatro que la facultad me prestó amablemente), organicé la única presentación que tuvo mi novela Solo Un Punto. Aunque invité a muchas personas (con un simpática tarjeta que parecía la invitación a un baby shower), pocas asistieron, quizá por falta de tiempo, desinterés o cualquier otro motivo. Ahora que ha pasado casi un año, copio las palabras que leí en aquel momento. 



Buenas noches a todos. Como señalé en la presentación de mi primer libro, yo me expreso mejor de forma escrita que de oral. De modo que he preparado este texto para leerlo frente a ustedes.

Primero, quiero confesar que, a veces, lamento que las palabras solo se puedan decir una detrás de otra. Ojalá se pudieran también decir varias a la vez, pues así se evitaría la sensación de estar jerarquizando. Les pongo un ejemplo para explicarme mejor. Lo común en la presentación de un libro es que el autor inicie su discurso así: “Quiero agradecer al excelentísimo supremo doctor Fulano De Tal. Quiero agradecer también al supremo doctor Fulano De Tal. Quiero agradecer además al doctor Fulano de Tal. Y, por último, quiero agradecer a los restantes Fulanos de Tal y, de pasada, al público”. Como han podido apreciar, cuando se usan esos tratos, se marca una jerarquía que, en lo personal, detesto. Pero dicha jerarquización no solo se da por los títulos académicos o logros deportivos o etc., etc., etc.; la jerarquización es empujada por el mismo lenguaje que, como ya he señalado, da esta única posibilidad: decir una palabra tras otra. De modo que, quizás pecando de mal agradecido, he empleado el azar para escribir la lista de las personas a las que quiero agradecer. Aquí van sus nombres.

Favio Meza Díaz, Maximiliana Catalán, Jessica Morales, Miguel Ángel Ruiz, Renán Meza Díaz, mis papás, Rosario Fantinato, Malvina, Carlos Ramos, José Javier Castro, Carlos Gatti, Frank Espinoza Lavado, Eduardo Hopkins, Eduardo Huarag, Mario Vargas Llosa, Bugs Bunny, Pablo Villanueva (Melcochita) y Susy Díaz.

Discúlpenme. Los últimos nombres se me colaron por error.

Y bueno, ahora que he terminado de mencionar los agradecimientos, paso a hablar de literatura, de mi libro y etc., etc., etc.

Debo confesar que no creo en aquello que se llamaba literatura pura o se llama ahora metaliteratura. Tampoco creo en la literatura social o realista. Para mí, no existe ninguna de ambas vertientes.

La literatura pura no existe, porque aquellos que supuestamente la practican en algún momento vivieron en sociedad, y es gracias a la experiencia de vida en sociedad que, como diría Pinker, desarrollaron el instinto del lenguaje. De modo que los autores de literatura pura o metaliteratura siempre han hecho, hacen y harán uso de una lengua, la cual, de modo explícito, directo y sin ambages, refiere a una determinada sociedad.

Por otro lado, la literatura social o realista olvida a veces que, si bien la literatura es expresión del tejido social, también es el arte de la palabra. ¿Qué vale una novela llena de denuncias a crímenes de lessa humanidad si dicha novela tiene una técnica ingenua o una prosa torpe? Si lo que únicamente se quiere es denunciar problemas sociales, es mejor escribir libros de sociología, antropología, filosofía o de otras ramas del conocimiento humano.

Y en fin, ¿qué es la literatura para mí? La literatura es palabra, y la palabra siempre es humanidad. Y a esa palabra se le debe hacer brotar luz para que sea buena literatura.

Así de sencillo y difícil es la literatura. Como todo lo bello en el mundo, la literatura también es paradójica.

¿He logrado que brote luz de las palabras de mi novela? No lo sé. Eso ustedes lo dirán. Ustedes juzgarán; y, por favor, háganlo sin dudar, con adjetivos calificativos o descalificativos, con aplausos o pifias, tomates e insultos. Si lo desean, asesinen a mi novela; háganle una autopsia. Quizás (y repito: quizás) dentro de ella encontrarán una sombra, y, como todos sabemos, una sombra siempre está hablando de una lejana luz.

¿De qué trata la novela? Pues de la vida dentro de un colegio, durante unos años indeterminados, en una ciudad y en un país que no son ni Lima ni el Perú.

En la ciudad donde ocurre la novela, hay una guerra, pero los hechos de ella no son objeto de la narración. La narración se centra en otra guerra, una muy pequeña que ocurre dentro de la que ensombrece la ciudad. Esta pequeña guerra tiene como campo de batalla un colegio llamado San Agusto.

En el San Agusto, que no es ningún colegio de Lima ni de otra parte del Perú, la guerra no tiene bandos: todos son víctimas y victimarios a la vez.

En este escenario, que no fue mejor ni peor que otros escenarios en el mismo contexto, tres personajes se reúnen para perpetrar un acto de libertad. Dichos personajes son Él, el Amigo Talentoso y el Andino Profundo (sí, así son sus nombres, puesto que, como ya lo he señalado, los hechos ocurren en una realidad distinta a la nuestra). Y acá hay un detalle que se debe subrayar: estos personajes no se reúnen a causa del azar, sino gracias a la transparente amistad de la heroína de la novela: la Buena Amiga.

Estos tres personajes, en medio del caos de la violencia de los extremismos, violencia que proviene de las izquierdas agresivas y de las derechas igualmente agresivas, del racismo más descarnado y de la soberbia del poder; este trío de adolescentes, decía, en medio de semejante vértigo de podredumbre, toma un arma sui generis para conseguir su liberad. Y esa arma es la palabra.

Así, para socavar las bases del San Agusto, confeccionan un pasquín, lo firman con sus nombres y lo distribuyen entre sus compañeros. El pasquín incluye burlas, reflexiones y cuestionamientos propios de adolescentes alborotados, propios de adolescentes que adolecen debido a su entorno, adolescentes parecidos al pequeño o gran adolescente que cada uno de nosotros lleva dentro.

El pasquín trae consecuencias. ¿Cuáles son ellas? Pues ustedes las descubrirán leyendo el libro o, por lo menos, viendo su versión cinematográfica (si es que algún director disparatado e ingenuo se anima a realizar una versión cinematográfica).

Y bueno, como diría Porky Pig o, a veces, Bugs Bunny, esto es to, esto es to, esto es todo, amigos; o por lo menos esto es todo (en un muy resumido resumen) sobre la novela y mi visión de la literatura.

Ahora les cedo la palabra a las dos personas que me acompañan, las cuales no están aquí de modo casual.

Mi idea ha sido hacer de esta actividad una actividad multidisciplinaria, pues ninguna expresión humana (sea científica, humanista, artística o etc., etc., etc.) puede crecer en contenido e importancia si no se abre a otras expresiones humanas. Por ello, en este momento nos encontramos en el anfiteatro Armando Zolezzi, de la facultad de Derecho, que es la facultad de la cual soy bachiller; y por el mismo motivo, a mi costado tengo al profesor Carlos Ramos, que es abogado, pero también es miembro de número de la Academia Peruana de Historia y uno de los principales gestores en el Perú de subrayar los vínculos entre el derecho y la literatura; vínculos que son muy importantes, pues la literatura le hace recordar al derecho aquello que ha olvidado: que el sentido del derecho es la búsqueda de la Justicia; y por el mismo motivo, por la idea de lo multidisciplinario, tengo a mi otro costado al exitoso empresario y gran artista conceptual José Javier Castro, gestor de la primera instalación sonora en un espacio público del país, allá por el año 2000; fueron 168 horas de música original continua, música que envolvió el parque Central de Miraflores a lo largo del proyecto que se denominó Park – O – Bahn; además, José Javier es conocido en el mundo del rock por su grupo denominado El Aire, grupo de rock que trazó ese álbum ahora mitológico denominado también El Aire, y que fue responsable del único álbum triple (vale decir, un box set de tres discos) publicado en este país.

Y bueno, comencé diciendo que detesto las jerarquizaciones a la que nos obliga el lenguaje y las que levantan los méritos académicos, artísticos, deportivos o etc., etc., etc. Lejos de mí está el propósito de trazar una regla que mida la pretendida superioridad de determinadas personas sobre otras. Puesto que los logros de las personas que me acompañan (el profesor Carlos Ramos y el artista José Javier Castro) son igual de importantes que los diferentes logros de cada uno de ustedes, siempre y cuando dichos logros no hayan sido el resultado de una motivación egoísta o pérfida.

Por ello, luego de que hablemos nosotros tres, los que estamos sentados en esta mesa, hablarán ustedes. Recordemos que es justamente debido a que las palabras se dicen una detrás de otra que el ser humano puede dialogar y superar sus diferencias. Las palabras, les decía al principio, generan frustración a veces porque no se pueden decir varias a la vez. Pero decirlas una por una nos permite consensos; es decir, nos hace humanos. Paradójico, ¿no? Quizás, por ende, también bello.

Gracias.



Las imágenes que acompañan al texto son las siguientes: la primera es la tapa con la que se publicó la novela; la segunda es la tapa que yo mismo diseñé pero la editorial no quiso emplear (y el diseño lo hice con una idea base, pero siguiendo las sugerencias de muchos amigos); la tercera es el bono de pre publicación que vendí a tirios y troyanos para terminar de reunir el dinero que me cobró la editorial para publicar; lástima que el día de la presentación, por un problema técnico (mi cámara digital se encaprichó y dijo: hoy no funciono), no pude tomar ninguna foto y la que los pocos asistentes tomaron hasta ahora no han llegado a mí (¡¡por favor, si alguien tuviera la amabilidad de alcanzarme esas fotos!!); y, por último, la cuarta imagen, que parece inexplicable, narra hechos muy claros: a los pocos días de la presentación, viajé al Cusco, a la casa vacía de unos familiares; allí pasé una semana solo sin poder comer (la garganta inflamada me lo impedía), me visitó mi amigo Germán, nos perdimos en la noche de los andes a más de 4 mil metros de altura (les juro que se siente menos frío durmiendo dentro de un refrigerador), la presión atmósferica perforó uno de mis tímpano, regresé a Lima por avión con la oreja sangrando y sin anestesia (sí, fue muy doloroso, pero no me quejo: me divirtió mucho la cara de terror del señor desconocido que viajó a mi costado), en Lima me dieron antibióticos pero se me infectó el oído interno, me dio la graciosa laberintitis por dos semanas (que consiste en que quieres llegar a un punto, pero tus piernas te llevan a otro, ¿no les parece gracioso? A mí sí, yo me la pasé matándome de risa), a los dos meses mi tímpano cicatrizó y se cerró sin necesidad de cirugía (el médico me dijo: ahora escuchas mejor antes, de modo que puedes dedicarte también a la música. Saben: estoy empezando a considerar las palabras de mi médico); y, finalmente, a lo largo de todo este descalabro doloroso, divertido, gracioso y (en realidad para mí) placentero, dibujé y terminé otra novela: una que se titula El Amor Sabe a Sábila, y es una novela gráfica breve de la cual escribí el guión e hice los dibujos. Ya restablecido por completo, a las pocas semanas gané un premio de poesía. De algo estoy seguro: la vida sí paga.